Cronopio

A imagen y semejanza

Las democracias constitucionales no sólo establecen los procedimientos para formar mayorías, sino también las limitan y orientan.

La mayoría es una regla formal de decisión. Tiene la sustancia de lo que resuelve. Es una solución práctica a la complejidad de la pluralidad. Las elecciones, por ejemplo, atribuyen a personas de carne y hueso porciones de poder. Una asamblea legislativa crea reglas con un contenido determinado y determinable que cualquiera de sus destinatarios estaría dispuesto a aceptar. Un colegiado judicial suma anuencias en torno a la calificación de hechos y a ciertas posibilidades de interpretación de las normas. Y es que la aspiración de unanimidad dificulta la decisión. La mayoría, por el contrario, fija un punto en el que la discusión termina para inducir a los participantes a conciliar y consentir en un determinado curso de acción colectiva. Posibilita el conflicto porque sitúa a las partes en una posición temporal: con los muchos o en los menos, la regla de la mayoría desdramatiza el antagonismo porque evita que unos aniquilen a los otros.

Las democracias constitucionales no sólo establecen los procedimientos para formar mayorías, sino también las limitan y orientan. Fijan las reglas para traducir votos en capacidad de poder y, al mismo tiempo, disciplinan lo que se puede, lo que no se puede y lo que necesariamente se debe hacer desde esa capacidad. Esas limitaciones y orientaciones son consensos supramayoritarios, esto es, ámbitos de la convivencia que quedan excluidas de la regla de la mayoría en la que descansa la razón y funcionalidad de la organización democrática del poder. Ciertas definiciones compartidas quedan protegidas por salvaguardas institucionales que no están a merced de la ficción aritmética de la representación. Como en aquella imagen atribuida a Benjamin Franklin: en las democracias constitucionales dos lobos y un cordero votan para decidir qué van a cenar.

¿Cuál es el mandato contenido en 53 por ciento de los votos que recibió el Presidente en 2018? ¿El programa electoral que formalmente registró la coalición que postuló? ¿Lo que dijo en la última campaña o lo que ha sostenido como líder social? ¿Qué instrucciones se pueden derivar de la abrumadora delegación de poder que le hicieron los electores a través de las urnas? ¿Su mandato es en realidad una habilitación incondicionada? ¿Poder conferido sin otra sustancia que los designios de su voluntad? ¿El humor mañanero?

Las mayorías no constituyen una visión unívoca del mundo o de la realidad. No entrañan un plan común. No son una voluntad uniforme. Su razón instrumental es más modesta: son un artificio humano, civilizatorio, para dotar de legitimidad a una decisión. Podremos coincidir con el vecino en las aptitudes, habilidades o merecimientos de un candidato para representarnos, pero no necesariamente compartiremos las mismas razones y emociones. Muy probablemente lo que cada uno espera es diametralmente distinto. La democracia no desdobla verdades reveladas: es un sistema de consentimientos e intermediaciones para tomar pacífica y racionalmente decisiones que inciden en lo común. De ahí lo peligroso de que una mayoría se identifique ontológicamente con un líder, un movimiento o un partido: la supuesta voluntad de los muchos termina reducida a la voluntad de uno.

No es honorable cuestionar la legitimidad electoral del Presidente y de su mayoría congresional. Pero esa fotografía aritmética, por contundente que sea, no autoriza a suplantar los consensos pétreos de la Constitución: esas decisiones fundamentales que permiten que los lobos y el cordero coexistan, dialoguen, voten el menú, cenen y se encuentren a la mañana siguiente. Usar la procedencia mayoritaria para debilitar en los hechos todo lo que incomode, como recientemente sucedió con la Auditoría Superior de la Federación o lo que se avecina con la inminente afrenta al federalismo en el caso de Tamaulipas, son señales ominosas de que la legitimidad democrática comienza su deriva autoritaria. A ese régimen en que las mayorías son a imagen y semejanza propia o simplemente no son.

COLUMNAS ANTERIORES

La toga en la dictadura
El mito de los programas sociales

Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad de quien firma esta columna de opinión y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.