Sobreaviso

El desafío

Pasar de la lucha apasionada a lucha encarnizada por el poder podría arrojar un vencedor, pero su imperio se fincaría en la ruina nacional.

De seguir la tensión y polarización prevalecientes, el año entrante no será tan movido como este, sino aún más agitado. El desafío será conjurar los desbocamientos susceptibles de provocar un rompimiento que, en vez de darle horizonte y perspectiva al país, lo coloque de nuevo al borde de un abismo.

Casi de a tiro por sexenio, la nación se ha visto en esa circunstancia y la ha sufrido. La sola memoria de lo sucedido en 1994, 2006 o 2014 obliga a reflexionar el absurdo de pararse otra vez en el canto de un desfiladero. Es inaceptable reducir cada sexenio el territorio a un acantilado. Se pueden correr riesgos, sí, pero no peligros. No distinguir la diferencia entre unos y otros es tanto como jugar a la ruleta rusa cuando todas las recámaras del tambor de un revólver alojan proyectiles.

La hazaña de abanderar causas y convicciones sin hacer del adversario un enemigo y de no convertir la arena política en campo de batalla, no es sencilla. Exige prudencia y equilibrio, conciencia de cuánto se quiere y puede, reconocimiento honesto de lo que es preciso cambiar, así como claridad de qué tanto se disiente en serio de la postura y la actitud contrarias.

Parte del tiempo perdido estos años deriva del respectivo dogma y la compartida tozudez con que actores y agentes políticos –en y fuera del poder– enfocan y valoran el haber y el deber de las instituciones, así como de la sandez de exagerar lo que se hace, como lo que se deja de hacer. Tal dogmatismo, porfía y extremosidad ha ocasionado un concurso de tropiezos y zancadillas, acompañado del afloramiento de una polarización que antes tuvo por única expresión la indiferencia o el resentimiento. Todos lo saben.

El problema de acendrar esa polarización es que, en el marco de la violencia criminal ante la cual el Estado ha fracasado a lo largo del siglo, cualquier exceso, descuido o error político puede convertirse en la chispa de un incendio. Por eso, el esclarecimiento del atentado contra el colega periodista Ciro Gómez Leyva es de importancia capital. Así como polarizar no es politizar, especular no es investigar.

Estos son días de reflexión, ojalá se aprovechen.

Habiendo rebasado el cuarto año del sexenio, ya no cabe la rectificación del modo y tono en que los actores y agentes políticos resolvieron relacionarse entre sí desde 2018. Sin embargo, profundizar el desencuentro puede concluir en una fractura.

Ahondar el discurso de la descalificación del contrario –dictador en ciernes versus adoradores del golpismo, por resumir en esa dualidad los calificativos que unos y otros se lanzan–, en víspera del proceso electoral 2024 que no será más grande que el de los comicios intermedios, pero sí más importante y determinante, puede animar a los extremistas de uno y otro bando a arrumbar la política y pasar a la acción directa donde la eliminación del adversario sea la divisa, si no el grito de guerra. Jugar con fuego a veces quema.

En cualquier circunstancia alentar la polarización como antesala de la confrontación es grave. En el caso mexicano, lo es más todavía. El crimen ha hecho del desacuerdo político una ventana de oportunidad no sólo para expandir y diversificar su actividad, sino también para incidir en los procesos electorales. Un asunto increíble que asombrosamente no inquieta mayor cosa a actores y agentes políticos como tampoco a la autoridad electoral. Ese elenco se aferra a la idea de que la compleja realidad nacional se divide en compartimentos estancos, sin vasos comunicantes entre ellos.

Muy poco puede hacer la política desorganizada frente al crimen organizado. Menos aún cuando el Estado ha sido incapaz o, peor aún, cuando ha renunciado a reivindicar el asesinato de personalidades emblemáticas de la sociedad, como los sacerdotes jesuitas, los estudiantes de Ayotzinapa, los militares –un general y un coronel entre ellos–, los defensores de derechos fundamentales, las buscadoras de desaparecidos o los periodistas comprometidos con su causa, oficio o función.

De nada sirve vanagloriarse de no haber roto un sólo vidrio en el afán de transformar las instituciones, cuando éstas ni funcionaban como aseguran ni funcionan como presumen. Ya basta de considerarlas como perversos engendros del neoliberalismo rapaz o de defenderlas como baluartes insustituibles de la más refinada y esmerada arquitectura política.

A nadie se pide correrse al centro –espacio hoy tan despreciado– ni practicar el gradualismo a paso lento como tampoco el radicalismo a paso atropellado. No, pero sí guardar equilibrio y no hacer del extremismo refugio de su negligencia política.

Pasar de la lucha apasionada a lucha encarnizada por el poder podría arrojar un vencedor, pero su imperio se fincaría en la ruina nacional. Bien vistas, las marchas del 13 y el 27 de noviembre en contra y en defensa del gobierno fueron muestra del vigor político de la sociedad, entenderlas como primera expresión callejera de un conflicto superior sería confundir la viveza con la mortandad.

Y, en ese esquema, no puede ignorarse que los partidos políticos no están operando como instrumento de la pluralidad y amortiguador del disenso que son riqueza de una democracia. En su escala, los partidos se están convirtiendo en arena de lucha interna entre los cuadros que más influyen en ellos, distrayéndose de la función de ser canales civilizados de expresión ciudadana.

Está por caer el telón, ojalá el intermedio sea espacio de reflexión.

PD: Deseando a los lectores buenos motivos y mejores razones el año entrante, les participo de la suspensión del Sobreaviso durante las próximas dos semanas, esperando reencontrarlos el viernes 13 de enero.

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