Sobreaviso

El túnel

La inseguridad y la recuperación económica constituyen el reto a resolver, si el gobierno quiere cerrar bien el sexenio y asegurar la sucesión.

La conferencia presidencial de antier resume la compleja situación en la cual se inserta la pretendida cuarta transformación y, con ella, la intención de darle continuidad transexenal al proyecto.

En ese foro tuvieron expresión los dos asuntos –la inseguridad y la economía– que se perfilan, cada vez con mayor nitidez, como el talón de Aquiles del gobierno. El acontecer en esos campos acecha no tanto a la acción gubernamental, como a la posibilidad de cerrar bien el sexenio y, por lo mismo, de hacer del legado la plataforma de lanzamiento de quien finalmente abandere a Morena en la próxima contienda por la rresidencia de la República. Quienes ambicionan la candidatura deberían preocuparse no sólo por estar en el corazón del padrino que los nomina, sino también por asomarse al paisaje donde se desempeñarían.

De un lado, los índices de inseguridad –acrecentados en su resonancia por los estremecedores delitos de alto impacto social– desvanecen la expectativa generada de que, a mediados de sexenio, se advertiría una mejora sustancial en ese rubro y, a la vez, convierten el lema de ‘abrazos, no balazos’ en una frase hueca. De otro lado, el anuncio de Estados Unidos y Canadá de llevar a consulta, en el marco del tratado trilateral, la política energética instrumentada y emprendida por el gobierno mexicano, profundiza la incertidumbre económica, al tiempo de poner en duda la recuperación de esa actividad.

La autollamada cuarta transformación se ha internado en un túnel sin certeza de dónde y qué tan lejos está la salida, así como sin ánimo ni disposición de explorar alternativas, aunque, eso sí, con la dicha de contar a su favor con una oposición nula y extraviada, ajena al acontecer nacional.

La conferencia del miércoles abrió con el informe mensual sobre seguridad pública y, aun con el manejo a modo de las cifras, la evidencia es clara: la actividad y la violencia criminal se ha estabilizado en una meseta. Las variaciones no son relevantes.

Pese a esa realidad y olvidando la virtud mostrada durante la campaña de ajustar el discurso a la circunstancia sin incurrir en contradicción o incongruencia, el Ejecutivo se aferra a postulados, lemas y acciones fijados desde el inicio de la gestión sin reconocer que, a la fecha, no han arrojado –así sea parcialmente– el resultado prometido. El sobado argumento de señalar que, de lunes a viernes a las seis de la mañana, se reúne el gabinete de seguridad para valorar la situación en la materia y tomar decisiones, se ha convertido en una justificación insostenible. No por mucho madrugar se amanece sin criminalidad.

La incapacidad de discernir entre el crimen organizado de la delincuencia social ha llevado al gobierno a aplicar una política indiscriminada, como la confusión del uso legítimo de la fuerza del Estado y la aplicación represiva de ella lo ha conducido a la inacción. Los corifeos del mandatario plantean con enorme simpleza el asunto: tras la estrategia de combate militar al crimen no queda sino una opción, resolver desde la raíz social el problema o, bien, continuar la guerra sin reconocer matices ni derivadas. Así, se reparten abrazos sin saber quién los recibe, si los recibe.

Lo paradójico de la situación es que los reclamos sociales (las jornadas por la paz en curso), la vesania de sucesos criminales recientes e, incluso, los logros oficiales (la captura del otrora poderoso narcotraficante, Rafael Caro Quintero) abren una ventana de oportunidad al gobierno para sentar las bases de una política de Estado y asumir que recuperar la paz con justicia, libertad y seguridad tomará años.

Insistir en seguir la ruta tomada es internarse en un túnel que quién sabe adónde conduce, pero sin duda habrá espantos y horrores superiores a los vistos. Insistir en seguir la ruta tomada, si se prefiere, es fascinarse en la idea de cortar listones sin dejar de colgar crespones.

En paralelo a la inseguridad corre la incertidumbre económica, acompañada de la inflación que, a la postre, incrementará el malestar social y golpeará la popularidad presidencial, en la cual el mandatario finca y ampara el deseo de gobernar su propia sucesión.

No es descabellado el propósito presidencial de recuperar espacio en el mercado de energía a las empresas del Estado –de hecho, más de un país lo está ensayando–, pero en ese afán pesa y cuenta la condición legal y la circunstancia política. En ambas se fija el límite y el horizonte de la posibilidad. Jugar en ese campo al tiempo de anotarse como socio en un tratado que potencia regionalmente al norte de América, pero limita nacionalmente a los países asociados, reclama enorme flexibilidad, inteligencia, apertura y claridad política.

Vamos, no se puede exponer el afán de equilibrar la función y la relación del mercado y el Estado, poniendo como música de fondo la cumbia ‘¡Uy, qué miedo!’, de Chico Che, ni lanzado puyas o descalificaciones a intelectuales y periodistas que supuestamente salivan con la intención de Estados Unidos y Canadá de llevar a consulta, en el marco del TMEC, la política energética de México. La circunstancia reclama también seriedad.

Un error en la forma de encarar ese emplazamiento o la sola prolongación del litigio terminaría por complicar el cuadro económico, llevando al país al túnel de la incertidumbre y convirtiendo el cierre del sexenio en un asunto de pronóstico reservado.

La conferencia presidencial del miércoles –donde hasta una amenaza de muerte resonó– pone en evidencia los dos principales desafíos a resolver por el gobierno, si quiere cerrar bien el sexenio y hacer de su legado la plataforma de lanzamiento de quien debe suceder al mandatario.

No reconocerlo así, es adentrarse en un túnel.

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