Los asesinatos de jóvenes en Jalisco y Oaxaca por parte de policías municipales no son una excepción, ni dejarán de suceder. Los policías municipales que participaron en los asesinatos de Giovanni López y Alexander Martínez fueron detenidos y serán sometidos a proceso, pero la solución no será alcanzada por la sanción punitiva, pese a que sea justificada y dentro de lo que marca la ley –es decir, no son chivos expiatorios–, pues si bien resuelve un caso de abuso, no el problema de fondo que arrastran las policías municipales hace lustros. En este sentido, los policías municipales fueron victimarios y, a la vez, víctimas.
De ninguna manera se pueden justificar los asesinatos, pero dejar todo en un castigo ejemplar no servirá de incentivo para que otro policía municipal no incurra mañana, pasado, la próxima semana o el próximo mes, en un crimen similar. Los policías municipales son el último eslabón en la cadena de seguridad, al mismo tiempo que son la primera línea de contención del delito y del orden. Sin embargo, son las fuerzas de seguridad más abandonadas por todos los gobernantes, las más despreciadas por la sociedad y las más vulnerables a los abusos inversos.
No hay motivación alguna para ser policía municipal salvo que es la única actividad que les dará un poco de dinero para comer y alimentar a sus familias, cuya precariedad, eventualmente, los empujará a trabajar colateralmente para las organizaciones criminales, que invierten aproximadamente 200 millones de pesos mensuales para comprar sus lealtades. Los policías municipales son presas muy fáciles para la criminalidad, por el abandono institucional en el que los tienen los gobiernos federal y estatales.
El presupuesto para ellas se ha ido recortando de manera sistemática. Sólo los recursos para el Fortalecimiento de la Seguridad Pública, de los cinco mil millones de pesos que recibió en 2018, se recortaron mil millones de pesos en 2019 y otro 3.1% este año. El Fondo de Aportaciones para el Fortalecimiento para la Seguridad Pública también cayó 0.24%, y el de Aportaciones para el Fortalecimiento de los Municipios, 0.27%. Menos dinero, menos mejoras salariales, menos prestaciones, equipamiento, capacitación y profesionalización, que se traduce en menos incentivos para aplicar la ley, y más incentivos para brincar al lado criminal.
Las policías municipales son vistas como un resumidero social, y se ha reconocido la vulnerabilidad en la que se encuentran desde hace cuando menos 15 años. Nada se ha hecho por modificar su destino. El 68.3 por ciento tienen apenas educación básica y el 2 por ciento no pasó por la escuela. Los salarios en 2015, sólo para quienes están dentro de los beneficiarios del fondo que apoya el fortalecimiento de la seguridad pública oscilaban desde la escala más baja (Nayarit), de seis mil 932 pesos, a la más alta (Nuevo León, donde participa el sector privado), de 12 mil 522 pesos. Nayarit, como Sinaloa (con un salario de nueve mil 526 pesos), Jalisco (11 mil 445) y Sonora (7 mil 826), son zonas con alta incidencia de cárteles de la droga, y las posibilidades de corrupción son enormes.
Pero pensar que todo el problema estructural de las policías municipales se circunscribe a un asunto de corrupción, es un error. Sería ingenuo pensar que no hay policías corruptos, pero hay otra variable que es la sobrevivencia. Si no tienen ningún respaldo institucional, por lo tanto su capacidad de fuego, cuando existe, es sustancialmente inferior, ¿cómo pueden enfrentar a los criminales? El 21 por ciento de los policías no tiene un arma asignada, según los datos del Inegi, en un país donde de acuerdo con el proyecto Small Arms Survey, hay casi 17 millones de armas, 80 por ciento ilegales.
Es posible pensar que el miedo forma parte de la vida cotidiana de muchos ellos, y hay acciones que no podrían entenderse sin ese sentimiento. Por ejemplo el asesinato calificado del joven Alexander en Oaxaca, que de acuerdo con las investigaciones de la Fiscalía estatal murió de un disparo a la cabeza porque policías municipales de Acatlán de Pérez Figueroa respondieron con sus armas a un grupo de personas que venían a bordo de ocho motocicletas. Los policías municipales no sabían quiénes eran, ni esperaron para preguntar. Lo asesinaron, algo que se podía haber evitado con capacitación, armamento y controles de confianza.
Los policías de siete municipios en Tierra Caliente, Guerrero, fueron los autores materiales de la desaparición de 43 normalistas de Ayotzinapa en 2016, porque sus patrones informales, el cártel de Guerreros Unidos, los confundió con miembros de su banda rival, Los Rojos. Los nomalistas probablemente murieron como consecuencia de una confusión, en donde actuaron quienes también son la primera línea del lado oscuro de la ley, las policías municipales.
La falta de inversión contribuye a este tipo de crímenes. En el gobierno de Enrique Peña Nieto se aplazaron los controles de confianza a los municipales, por lo que a los policías de esos siete municipios nunca se les aplicaron. De haberse cumplido en tiempo y forma –el gobierno federal los aplazó dos veces con apoyo del Congreso–, probablemente ese crimen jamás hubiera ocurrido. Allá se mezclaron policías, autoridades y criminales, en lo que siempre ha parecido un tema de corrupción. Pero así como hay esos casos, hay otros donde la indefensión lleva a esa mezcla de factores perniciosos, o a crímenes como los de Giovanni, donde hasta ahora sólo se sabe que fue una ejecución extrajudicial por parte de municipales.
Estas distorsiones en la procuración de justicia no cesarán hasta que deje de haber hipocresía insitucional. Una del gobierno federal y el Congreso, por seguir lastimando impunemente los recursos para la seguridad pública de los municipios, y otra, quizás la más importante, la de los gobiernos estatales, que llevan lustros incumpliendo con su responsabilidad y buscando la reconstrucción de las policías municipales, transfiriendo la obligación, de manera indebida, al gobierno federal.
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