Pedro Salazar

Radiografía de un aniversario

La reforma de 2011 en materia de derechos humanos ha tenido efectos positivos en el nivel simbólico, discursivo y normativo, pero no ha logrado incidir en la realidad.

Ocho años se cumplieron ayer desde que se aprobó la que –a mi juicio– es la reforma constitucional más importante al texto promulgado en Querétaro, en 1917. Mucho se ha escrito desde entonces sobre la reforma de derechos humanos. "Un cambio de paradigma", la calificamos Miguel Carbonell y quien esto escribe en un libro que coordinamos sobre el tema, y la idea permeó en muchos lares llegando incluso hasta la Suprema Corte, cuyo actual presidente la adoptó como bandera conceptual en casos emblemáticos.

En el fondo de la idea estaba una tesis que implicaba cambio, pero sobre todo que auspiciaba cambios. Los derechos humanos –nuestra integridad física, nuestra libertad personal, nuestra libre expresión, nuestro derecho a no ser discriminados, nuestro derecho a la salud, nuestro derecho a un medio ambiente sano, etc.– serían el punto de partida, el eje articulador y el destino de las decisiones y acciones de los poderes públicos del país. Toda una transformación –si miramos a la realidad– revolucionaria.

Pero la realidad es necia y los problemas más. Transcribo apuntes del informe de la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos del año pasado –2018– sobre la situación en México. Primero, se reiteran "las recomendaciones emitidas en su informe del país en 2015". Después se reconocen los cambios en las leyes y en las políticas, pero advierten que "persisten serios desafíos en materia de violencia e impunidad". La comisión centra "especial preocupación (en) los elevados números de desapariciones y homicidios (...), así como la situación de inseguridad de personas o grupos más expuestos por razones de discriminación histórica (...) o por sus actividades como defensores de derechos humanos o periodistas (...)". De ahí que la Comisión advierta –creo que con fundada razón– que "el reto del Estado mexicano es cerrar la brecha existente entre su marco normativo y su reconocimiento a los derechos humanos con la realidad que experimenta un gran número de personas (...)". De hecho, como síntesis, centra su atención en el tema del acceso a la justicia, que "continua representando uno de los retos más importantes para el Estado mexicano".

Desde hace tiempo me cuesta mucho trabajo compaginar estos hechos con conceptos como "democracia", "constitución", "justicia", "paz"; en fin, con los conceptos que hicieron de la modernidad una promesa y de la emancipación una causa motivadora. Muchos decimos vivir en un arreglo institucional –la Democracia Constitucional– que no corresponde al estado de cosas en el que realmente vivimos. Y no estoy hablando de las pulsiones autoritarias que siempre han estado y siguen estando presentes en nuestras clases gobernantes. Me refiero, simple y llanamente, a la negación cotidiana de aquella promesa bobbiana de que la paz, la democracia y los derechos humanos irían de la mano. El problema –que quede claro– no es de la teoría sino de una realidad que le ha dado la espalda. Lo nuestro es la violencia, las tendencias autocráticas y la violación a los derechos humanos. Es duro aceptarlo, pero es cierto.

Se trata de un problema estructural que no ha sido atendido con ese enfoque. Por eso no es un asunto del pasado. Lo que sucedía en 2018 sigue acaeciendo en 2019 (o incluso es peor). Así que no es cuestión del PRI o PAN vs. Morena. Lo que sucede es que no se han implementado las políticas públicas de largo plazo que ayudarían a enderezar el barco y, en cambio, se han fortalecido las que han terminado de empinarlo. Van tres ejemplos. En lugar de apostar por una Fiscalía verdaderamente autónoma con personal profesional y con policías de investigación capacitados, se optó por una reforma cosmética y por la creación de una Guardia Nacional militarizada. En vez de apostar por un diseño institucional coherente y nacional para atender a las víctimas de las violencias y sistematizar la información para buscar a las personas desaparecidas, se han creado instituciones redundantes, desvinculadas entre sí y sin capacidades institucionales. Finalmente, ante los señalamientos y recomendaciones de instituciones existentes, como la CNDH, se ha optado por la descalificación y la confrontación cuando lo que el país necesita es el reconocimiento de los problemas para poder atenderlos.

En síntesis: la reforma de 2011 en materia de derechos humanos ha tenido efectos positivos en el nivel simbólico, discursivo y normativo, pero no ha logrado incidir en la realidad. Así que no hay mucho que celebrar.

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