Pedro Salazar

¿Por qué importa el INE?

El consenso político en la integración del árbitro electoral, cuando ha sido posible en estas tres décadas, ha fortalecido a la institucionalidad democrática.

No por trillado es equivocado advertir que la autoridad electoral federal –IFE, ahora INE– fue un vehículo de la transición democrática. A muchos se les ha olvidado y a otros no se les olvida pero se niegan recordar, que ese instituto sirvió y sigue sirviendo para procesar la lucha por el poder político en clave democrática. Como institución no es perfecta –ninguna en ningún lado lo es–, pero las elecciones que organiza están muy cerca se serlo. Al menos eso es lo que dicen los organismos internacionales expertos en la materia. Pero acá muchos, incluso quienes han ganado el gobierno a través de ellas, por angas o mangas no lo reconocen.

Durante décadas escuchamos que el problema de la credibilidad del árbitro electoral no estaba en su operación sino en una falencia cultural de nuestra clase política que se traducía en la incapacidad de los actores para aceptar sus derrotas. Al cabo de cada elección todos los partidos se declaraban ganadores. De esa manera se generaba la impresión de que algo había estado mal y se había viciado el resultado. En lo personal compré y reproduje el argumento. Sigo pensando que es una explicación parcial pero plausible de la cultura y tradición de la desconfianza. Pero, paradójicamente, ese fantasma se esfumó en la elección de 2018. El gobierno y su mayoría legislativa ganaron a través de las urnas y todos reconocieron su victoria. Sin embargo, el presidente y sus incondicionales siguen abonando en el terreno de la suspicacia. Lamentable pero cierto.

Mucho se ha dicho en fechas recientes que la explicación se encuentra fuera de la arena electoral. Quienes gobiernan saben que los tiempos del fraude, la inequidad y las triquiñuelas quedaron atrás pero no saben convivir con las autoridades que tienen, ostentan y ejercen su autonomía constitucional. Los llamados OCA (Órganos Constitucionales Autónomos) estorban al gobierno y le impiden meter las manos en áreas estratégicas. Para eso fueron diseñados. En el caso del INE la historia es clara y llana: el gobierno controlaba las elecciones y alteraba los resultados. Por eso se creó un árbitro imparcial. Eso sucedió apenas hace 30 años y por eso quedan muchos testigos vivos de ese proceso histórico y reciente.

Propongo dos ejemplos emblemáticos que conocen bien de lo que escribo. Uno de ellos es Manuel Bartlett Díaz, secretario de Gobernación en 1988, principal responsable de la organización de la elección de aquel año que quedó en la memoria nacional como la 'caída del sistema'. El IFE fue la respuesta institucional ante aquel evento que muchos en el actual gobierno han metido debajo de la alfombra. Pero ahí está y seguirá estando. El otro es Porfirio Muñoz Ledo, líder opositor en aquella elección y, desde entonces, promotor de muchas de las reformas electorales que permitieron democratizar el sistema. No es baladí que hoy, desde la mayoría gobernante, recuerde y defienda el valor histórico y presente de las reglas y los órganos electorales. Bien sabe aquello de que quien olvida la historia –por descuido o por cálculo avieso– está condenado a repetirla. Y, como he advertido, hay muchos actores poderosos desmemoriados.

Todo esto viene al cuento por la importante decisión que deberá tomar la Cámara de Diputados el día de hoy. Después de un prolongado proceso de selección a cargo de un Comité de Expertos contemplado por la Constitución, se cuenta con cuatro quintetas de las que provendrán sendos integrantes del Consejo General del INE. Las y los aspirantes son personas con trayectorias propias y solventes y cuatro participarán en la organización de los comicios de 2021 y 2024. El consenso político en la integración del árbitro electoral, cuando ha sido posible en estas tres décadas, ha fortalecido a la institucionalidad democrática. Hoy es posible lograrlo pero es público que algunos legisladores quieren impedir el acuerdo. Mucha desmemoria y mucha mezquindad se amalgaman en ese despropósito.

Ayer en el diario El Universal, Hugo Concha nos recordó qué sucedería si ese grupo de legisladores se salen con la suya y no sólo rompen el consenso sino –en el extremo– impiden lograr la mayoría de votos necesarios para nombrar a las consejeras y a los consejeros. La Constitución mexicana es clara al respecto. Si no hay mayoría, la propia Cámara de Diputados insacularía los nombres de cada una de las quintetas. Y si, por alguna razón, ese órgano legislativo no lo hiciera, le correspondería a la SCJN hacerlo. Así que, le pese a quien le pese, tendremos cuatro nuevos integrantesde la autoridad electoral. El dilema es si provendrán del acuerdo que enaltece a las democracias o del azar incierto como triste salida constitucional ante el fracaso de la política.

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