Siempre me ha interesado la relación entre el poder y el derecho. El maestro de mi maestro, Norberto Bobbio, decía que eran las dos caras de una misma moneda. El poder sin el derecho es fuerza o violencia pura y dura. El derecho sin el poder es un manual de buenas intenciones. Por eso los Estados modernos –esos que llamamos constitucionales– domestican al poder a través del derecho pero, al mismo tiempo, dotan a este último con la fuerza del primero. Equilibrar la ecuación es difícil pero necesario para vivir en paz y ejercer nuestras libertades.
A la par de esa formulación hay otra que ajusta la relación que existe entre la legitimidad del poder y la legalidad en el ejercicio del mismo. Un poder es legítimo cuando su titular tiene un título genuino y es legal cuándo lo ejerce observando la legalidad vigente. Es fácil jugar con las opciones: un poder legítimo puede actuar ilegalmente y un poder ilegítimo puede actuar legalmente. Trump tiene un título legítimo –nadie duda que ganó las elecciones–, pero se salta las trancas de la ley cada que puede. Temer, el presidente de Brasil, llegó al poder con un título –por decir lo menos– dudoso, pero ha gobernado respetando de manera aceptable las leyes de su país.
Valgan estas premisas teóricas para pensar en el interesante momento que se vive en México. Después de décadas de intentar domesticar al poder a través del derecho, hemos logrado armar un Estado constitucional, todavía incipiente pero existente. A diferencia de otros países –por ejemplo, de nuestra frontera sur– cuando miramos al poder político constatamos que, mal que bien, opera bajo reglas. Buena prueba de ello es el principio de no reelección que se mantiene vigente hasta nuestros días. Aunque se quieran quedar en la silla, después de elecciones periódicas los presidentes se van a su casa.
Pero también es cierto que el sometimiento del poder al derecho no es tan claro en otras esferas, como la del poder económico, que se manifiesta de muchas maneras poco dóciles con la legalidad. El caso paradigmático son los poderes criminales –que son poderes en tanto someten la voluntad de las personas–, abiertamente ilegales. Estos poderes calamitosos actúan fuera y en contra del Estado constitucional y, como bien saben los habitantes de las zonas azotadas por ellos, son pura y cruda violencia opresora. Lo que sucedió en Allende, Coahuila, en 2011, para mí es la mejor postal del horror que retrata ese mal que amenaza nuestras vidas.
Por eso debemos auspiciar y promover que el Estado mexicano se apreste para someter con el derecho a los poderes criminales. Esa tarea en los Estados modernos le corresponde, sobre todo, a las instituciones civiles de procuración de justicia. En nuestro caso es la misión que, ante el fracaso de la PGR, a nivel federal, le corresponderá a la Fiscalía General de la República. De ahí la importancia de contar con una ley que habilite la transformación institucional en ciernes y dote de las facultades necesarias al futuro fiscal para imponer la ley al poder criminal. Para mí, junto al combate a la corrupción, ese es el principal déficit de nuestro Estado constitucional.
Lo interesante es que, en el México actual, el impulso de este cambio proviene más de la fuerza de la legitimidad que del imperio de la legalidad. Me explico. El poder constitucional hoy corresponde al presidente Peña Nieto. Pero su gobierno no fue capaz de impulsar una ley orgánica de la Fiscalía General ni el nombramiento de un titular de esa dependencia. No sabemos si no lo quiso hacer, pero sí sabemos que no lo hizo aunque el país lo necesitaba y la Constitución lo mandataba. En cambio, el Presidente electo, que no tiene base legal alguna para hacerlo, a fuerza de legitimidad, al parecer, logrará materializar la ley y nombrar al fiscal.
Es la fuerza del poder, legítimo pero poder al fin y al cabo, sin el cuál es imposible hacer realidad un Estado de derecho. Ya lo dijo el clásico: las dos caras de una misma moneda.