Uso de Razón

La guarida de Trump

Tras las bardas del club Mar-a-Lago, Trump disfruta de la vida y complota para su próximo asalto al poder.

PALM BEACH, Florida.- Frente a la ciudad de Palm Beach hay una larga franja de tierra sobre el océano Atlántico, unida al continente por dos puentes de hierro macizo que conducen directo a la casa de Donald Trump.

Cruzar los puentes no sólo lleva al número 1100 de Ocean Boulevard, donde se encuentra el club Mar-a-Lago, sino que nos instala de golpe en la primera mitad del siglo 19 estadounidense.

De la propiedad vimos salir a seis señoras vestidas de blanco, con faldas blancas hasta los tobillos, blusas blancas y sombreros blancos.

Más adelante, otro grupo de mujeres, también de blanco, pero con atuendos más deportivos, para practicar tenis o golf.

Por algún paso entre el follaje salió otro grupo de señoras, afroamericanas todas, con uniformes oscuros y delantales blancos, bordados con encajes en las orillas, que cruzaron presurosas, cabizbajas y en silencio la calle sin banquetas, como fantasmas a pleno sol, hasta perderse por una entrada de servicio.

Quise entrar a la propiedad y de inmediato me cerraron el paso dos guardias armados: no puede pasar, es la casa. Usted no puede estar aquí.

-Voy al Trump Store, repuse con tono de visitante ofendido.

-La entrada al club no es por aquí, es a la vuelta. Aquí no hay tienda, es su casa (de Trump), contestó, impaciente, uno de ellos.

(Eso de que sólo vive 10 días en una casa y luego se cambia a otra dentro del club está en el reglamento, pero en su caso no aplica, me habían dicho, y al parecer así es).

A los tres minutos insistí, con el micrófono de EL FINANCIERO en la mano y acompañado de Valeria Rosique Trava, que con su teléfono filmaba la conversación con los guardias: "Sólo quiero entrevistarlos", dije.

Ya exasperados lucieron sus armas. Pude ver la leyenda sheriff en la camisa de uno y nos expulsaron, mientras preguntaban dónde habíamos dejado el coche, para inspeccionarlo.

"Así son ahí, no entra nadie", dice Wilbert –su nombre y su oficio fueron cambiados para protegerlo–, un trabajador cubano especialista en colocación de cortinas, que suele ir a realizar tareas a la propiedad de los Trump.

Mire, dice afuera del Publix (un supermercado) de Palm Beach: "Las personas que trabajan en la cocina no conocen el comedor, ni conocen a nadie de otra área, porque no pueden salir de su lugar".

Hay dos personas "designadas" que, cuando llegan los alimentos, los reciben y examinan. Prueban algunos. "Este sí, esto no", cuenta Wilbert.

-Y usted, ¿con quién trata para sus temas, con la señora Melania o el propio Trump le da una mirada?

-No, a ellos no se les ve nunca. Sabemos que están porque aumenta la seguridad, pero no los vemos… A los trabajadores de Mar-a-Lago nos recoge un camión y al llegar al puente nos bajan, nos revisan, volvemos a subir y nos llevan a nuestra área. Así es siempre.

De vuelta a insistir, cruzar los dos puentes y ya estamos de nuevo en esa lengua de tierra sobre el Atlántico, rodeada de manglares, raíces que emergen del agua como estalagmitas vegetales, y un paisaje espectacular que hace 517 años dejó asombrado a Juan Ponce de León, descubridor de Florida.

Es el mundo Trump. Una ínsula de jerarquías sociales bien marcadas, de lujos, con esclavos al servicio de su narcisismo, donde puede permanecer invisible para el mundo, disparar información que se publica de inmediato en todos los medios del país, y aumentar su leyenda de todopoderoso.

Mar-a-Lago es una ostentosa metáfora del mundo que Trump busca restaurar para Estados Unidos.

Los Estados Unidos de antes de la guerra.

O un Estados Unidos donde los triunfadores de la Guerra de Secesión habrían sido los estados del sur. En sus mítines –y en la toma del Capitolio– son frecuentes las banderas de los confederados al mando del general Lee.

Eso es Trump. Eso simboliza para los que se sienten víctimas de un complot histórico que pretende acabar con la supremacía blanca.

-No, no, no puede pasar, sólo está permitido a los miembros del club, ataja uno de los guardias armados en la entrada principal de Mar-a-Lago.

Peinado con gel y piel de bronce, podría ser mexicano. Le hablo en español y responde con severa cortesía, también en español: "No pueden pasar, todo es privado".

-¿De dónde eres, de Guadalajara, de Hermosillo…?

-Yo nací en Filadelfia, retírense, cortó de tajo la incipiente entrevista, mientras los policías que dormitaban en la patrulla del condado, en la glorieta que da a la entrada, parecían despertar e interesarse.

Otra vuelta a la barda, de nuevo frente a la entrada que –según parece– da a la casa que habitan los Trump, y me acerco con tres vecinos del presidente que comentaban los avances de una construcción:

-¿Qué tal? ¿Todo bien?

-¡Ah! ¿¡EL FINANCIERO Bloomberg!?, exclamó uno y de inmediato pasó al reclamo: "Michael Bloomberg odia a Donald Trump. Entonces tú también lo odias".

Agitado y divertido frente a un micrófono de EL FINANCIERO Bloomberg, Gerry subió la voz para sus amigos y me señalaba: "¡Look at mini Mike!".

Otra vez a la entrada principal, porque ahí podía haber una gran nota. ¿Un mexicano, de Filadelfia, entre los cuidadores de la propiedad del presidente más antimexicano de la historia en un siglo? ¿Cómo llegarían sus padres a este país?

Salió el mismo guardia de piel de bronce y peinado con gel, y ya no habló en español, sino en inglés: "No puede estar aquí, váyase". Puso la mano en la metralleta que le colgaba hasta un poco arriba de la cintura.

Apreté el micrófono a la altura de la garganta para reclamar: "¿Por qué? Estoy en la calle".

"Ésa es la calle", indicó con un movimiento de la cara.

Media vuelta, a caminar en busca de mi acompañante. De pronto unos 12 motociclistas, robustos y de casquete corto, vestidos de negro, pasan junto a mí, bajan la velocidad y observan. Tal vez fue casualidad, pero era un buen momento para irse.

Antes, una última toma –con el celular– a la barda que resguarda de curiosos las ocho hectáreas de Mar-a-Lago. Banderas, enormes banderas de Estados Unidos que despuntan mucho más alto que las palmeras.

Hotel Trump, villas, Club de Golf Trump, spa "de clase mundial", canchas de tenis, restaurantes, "dos magníficos salones de baile para albergar eventos de lujo", salones de belleza, y una tienda Trump.

La tienda es la cornucopia de la megalomanía –se puede comprar en línea–: playeras con la bandera de Estados Unidos desde el cuello hasta abajo, cruzada por un apellido: "Trump". Chamarras Trump, carteras Trump, gorras Trump, y juegos de copas, velas "inspiradas en Trump Hotels…"

No está nada mal para alguien que en 11 de ellos no pagó un peso de impuesto sobre la renta (IRS), según publicó The New York Times. Y en los primeros dos años de su presidencia, sólo pagó 750 dólares en cada uno. Nada mal.

Aunque… antes los piratas tenían guaridas más inhóspitas, de acuerdo con la necesaria discreción que imponía su oficio.

Se ocultaban después de sus asaltos. Como los hermanos Lafite, que asolaron estos mares y tenían su escondite en la bahía de Barataria, en la desembocadura del río Mississippi, no tan lejos de aquí.

El mundo cambió. Tras estas bardas Trump disfruta de la vida y complota para su próximo asalto. El asalto al poder.

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