Otto Granados

La economía política de la felicidad

¿Existe, pues, una respuesta razonable para entender la felicidad? Quién sabe, pero de que la política importa, importa, escribe Otto Granados.

Otto Granados

Presidente del Consejo Asesor de la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura

A pesar de que el examen de temas complejos se diluye frecuentemente en la espesa lava de las noticias del día, la discusión sobre la relación entre felicidad, economía y política no es menor, y tanto en el ámbito académico como en el público se ha producido, desde hace al menos década y media, una mayor aproximación para comprenderla.

Recuérdese, por ejemplo, el trabajo pionero de Richard Layard, de la London School of Economics, Happiness. Lessons of a new science (2005), que exploró los vínculos entre las ciencias sociales, la filosofía moral y la felicidad de las personas, y luego vinieron los de Bruno S. Frey, de la Universidad de Zurich, Happiness. A revolution in economics (2008), y que por cierto fue el enfoque con que el INEGI empezó a trabajar el tema, y de Derek Bok, de Harvard, The politics of happiness. What government can learn from the new research on well-being (2010). Sólo después la OCDE y el propio INEGI decidieron entrar a ese campo de investigación. ¿Por qué?

Entre otras razones porque, como sugería Jeremy Bentham hace siglos, si toda decisión gubernamental debe evaluarse por su impacto sobre la felicidad de la sociedad, entonces variables como el empleo, el crecimiento económico, la seguridad pública o los derechos humanos no son sólo un fin en sí mismas sino que su contribución depende de cuánto elevaron en la población la sensación de felicidad, definida como sentirse bien, disfrutar de la vida y creer que ésta es buena. En general, los estudios muestran que el incremento en esa sensación influye positivamente sobre la salud, la productividad laboral o la creatividad, las cuáles, a su vez, mejoran los estados de ánimo y la cohesión social, al menos hasta que los países alcanzan cierto nivel de ingresos. Es en este punto en el que dichas políticas deben dirigirse hacia otros objetivos más complejos –por ejemplo la confianza interpersonal, la vida comunitaria y los referentes morales, cosas que suelen ser mucho más importantes que el mero hecho de ganar más dinero–, pero eficaces para que los ciudadanos se sientan mejor.

La segunda cuestión tiene que ver con la economía: ¿qué relación hay entre las ciencias económicas y el grado de felicidad individual? ¿Cómo impactan las políticas públicas los niveles de satisfacción de las sociedades? ¿Son suficientes el crecimiento de la economía y del ingreso per cápita para asegurar que cuando las personas son más ricas, son también más felices? La literatura especializada sugiere que a medida que el conocimiento crece, parece claro que contra lo que supone el pensamiento convencional la aplicación de determinadas políticas públicas puede tener una influencia decisiva en la noción de felicidad que experimentan las sociedades. Por ejemplo, diversos estudios explican, utilizando un variado instrumental metodológico, cómo y por qué, a pesar de la mejoría en los ingresos en la mayor parte de los países desarrollados, durante los últimos 50 años el nivel de felicidad no ha crecido en idéntica proporción. Para empezar se recurre, como dije antes, a una definición sencilla de felicidad y se correlacionan los sentimientos de satisfacción con la variedad de actividades humanas diarias –desde el sexo, la socialización y la siesta, hasta el traslado al trabajo o el cuidado de los niños– para concluir que el simple aumento de los ingresos es condición necesaria, pero no suficiente, para una mayor felicidad. Es decir, el contexto social, tener más o menos satisfactores que los demás o la vida en comunidad también importan.

De hecho, algunos hallazgos son reveladores. En Estados Unidos, Japón o Europa occidental, sus ciudadanos son más ricos, trabajan menos, viven y viajan más, son más saludables y gozan de vacaciones más largas, pero no son mucho más felices que hace medio siglo e incluso el porcentaje de la gente que dice ser "muy feliz" se redujo en los últimos 30 años en EU, mientras que el ingreso personal aumentó más del doble. Hay cierta evidencia de que, rebasando un ingreso de 15 mil dólares anuales, los niveles de felicidad que se alcanzan parecen ser ya independientes de las percepciones económicas, lo que conduce a que otros factores centrales –libertad, seguridad, salud mental, etc.– ocupen un lugar más relevante que el salario.

Además, ciertos elementos culturales arraigados –el gregarismo familiar, la creencia en Dios o el temperamento– probablemente expliquen por qué algunos países con bajo ingreso personal muestran tasas altas de felicidad. Según el World Happiness Report 2018, que diseñó el propio Layard, México registra niveles de felicidad casi tan altos como Francia o Gran Bretaña a pesar de que estos países tienen ingresos más de cuatro veces mayores que los del mexicano promedio; y de los diez países que lideran ese informe, todos, excepto uno, registran pérdidas en sus puntajes de la última década.

La tercera conclusión es que la percepción de felicidad derivada de tener un patrimonio depende más de la comparación con el de otras personas que con la cuantía del propio. A unos estudiantes de Harvard les preguntaron si preferían ganar 50 mil dólares anuales mientras que otros ganan la mitad, es decir, 25 mil, o bien 100 mil dólares mientras que otros perciben el doble, o sea 200 mil: la mayoría escogió la primera opción. Y, finalmente, también cuenta la forma como la gente se ve a sí misma e interactúa con los demás, es decir, los grados de confianza o de capital social que existen en su entorno. En Gran Bretaña esos niveles se redujeron del 56% en 1959 al 31% en la actualidad y en EU del 55% al 39% en igual lapso.

¿Existe, pues, una respuesta razonable para entender la felicidad? Quién sabe, pero de que la política importa, importa.

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