Profesor en UNAM y en UP. Especialista en temas electorales.

Intercampaña

Vaya dilema el que enfrentarán las autoridades electorales, cuando en sus afanes el presidente arremeta de nuevo en contra de los adversarios políticos del oficialismo.

El jueves pasado, él y las aspirantes presidenciales concluyeron las precampañas oficiales, las que sí están permitidas por la normativa vigente y debieron ser las únicas. Algunas coincidencias para destacar: se trató, de procesos partidarios con precandidaturas únicas, sin competencia interna, con amplia exposición abierta a todo el público y no solo a las militancias de los partidos postulantes, una especie de campañas adelantadas; las y el precandidato decidieron cierres en entidades que son bastiones de sus partidos y donde tienen públicos amplios y votantes seguros; aun y cuando las precandidaturas ya esbozaron algunos planteamientos, falta conocer a detalle las propuestas que defenderán.

Hay, también, algunos matices: Claudia Sheinbaum avanza proponiendo una línea de continuidad, una especie de segundo piso de la 4T, al tiempo que se proclamó vencedora de la precampaña, lo cual pareciera irrelevante, a no ser por los efectos que se genera en la percepción ciudadana y en la narrativa que insiste en colocarla como vencedora antes de que inicie el juego definitivo; Xóchitl Gálvez, en los últimos días, particularmente en el evento de cierre en la Arena Ciudad de México, retomó el discurso y el talante que le permitió ganar el proceso interno de la alianza opositora, evidenciando un relanzamiento de su candidatura; mientras que Jorge Álvarez Máynez, gran tribuno y candidato repentino, pronunció un discurso que, en algunos apartados, nada tiene que ver con la nueva política que dice promover MC, y sí muchas similitudes con la vieja política.

Estamos a 131 días de distancia de la cita con las urnas y, más allá de la feria de cifras que presentan las encuestas, las candidaturas presidenciales ya están definidas. Corre, ahora, una especie de limbo electoral, la llamada intercampaña, un espacio de 42 días, en el que partidos y precandidaturas están obligados a abstenerse de realizar actos públicos de proselitismo, colocar spots, desplegar campañas en redes sociales, pintas de bardas o colocación de espectaculares. Podrán realizar reuniones de planeación y seguimiento con sus equipos, además de atender algunas entrevistas individuales, mientras que sus partidos solo podrán usar los tiempos oficiales del Estado, en ejercicio de sus prerrogativas, para difundir propaganda genérica.

Será, en cambio, el presidente de la República, quien estará nuevamente en el centro de la deliberación pública con la presentación del paquete de reformas constitucionales que presentará el próximo 5 de febrero, definiendo la agenda de las semanas por venir, sabiendo que sus iniciativas no tienen viabilidad para su aprobación porque los grupos parlamentarios que le son afines no suman mayorías calificadas, pero es un hecho que le redituará beneficios invaluables porque él sí podrá hablar y debatir en plena intercampaña y avanzar en la implementación de la estrategia de campaña que definió en su plan C.

Vaya dilema el que enfrentarán las autoridades electorales, cuando en sus afanes el presidente arremeta de nuevo en contra de los adversarios políticos del oficialismo. Sus argumentos para lastimar y destrozar a los organismos autónomos son inaceptables por la regresión democrática que significan y por los mensajes autoritarios que implican, pero son eficaces frente a los propósitos electorales que persigue.

Ya vimos en el pasado la pertinencia de las medidas cautelares dictadas por el Instituto Nacional Electoral, pero también las extrañas vacilaciones del Tribunal Electoral en asuntos relevantes y, sobre todo, las reacciones del primer mandatario y su desapego constante a las normas constitucionales que impulsó desde la oposición y que le establecen restricciones claras para no intervenir en las elecciones.

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