Profesor en UNAM y en UP. Especialista en temas electorales.

Reforma electoral cuestionada

No es buen momento para debatir las reglas que rigen el juego democrático cuando se requiere certeza en su contenido e imparcialidad en su aplicación.

Es probable que esta semana concluya el trámite legislativo en el senado para aprobar el plan B del presidente. No es buen momento para debatir las reglas que rigen el juego democrático cuando se requiere certeza en su contenido e imparcialidad en su aplicación. Simultáneamente a la deliberación pública sobre la reforma, caminan los procesos electorales de Coahuila y Estado de México y estamos en el preámbulo del proceso electoral 2023-2024.

Pese a ello, el oficialismo se aferró a imponer una reforma regresiva, que cercena drásticamente a la autoridad electoral y disminuye su capacidad para arbitrar las elecciones, al tiempo que fortalece a los partidos políticos para no ser molestados en su vida interna y deja al enorme aparato de servidores públicos, preponderantemente de Morena, en libertad absoluta para hacer y deshacer, para violar la Constitución y la ley sin consecuencia alguna, como ocurrió en 2021, en la revocación del mandato y en los procesos electorales de 2022. Al final, es claro que no les importa violar las prohibiciones legales que tienen mientras saquen ventaja de ello.

La reforma ha provocado que escale el tono en la discusión pública. Es el peor escenario visto en la relación entre los árbitros electorales que buscan mantener un sistema electoral viable y eficiente para el país, y el gobierno que impulsa un nuevo marco jurídico para regresar a elecciones improvisadas y autoridades controladas, bajo el socorrido disfraz de la austeridad. No es cierto, como señala López Obrador, que la defensa del INE sea por mantener una administración de privilegios, ese argumento es falaz como son las expresiones relativas a que la autoridad solapa fraudes. Si eso fuera cierto, si los fraudes existieran, pues los cometerían y favorecerían a Morena, que ha ganado la gran mayoría de los 330 procesos electorales en los que ha participado el INE desde 2014.

Imponer cambios a las leyes electorales por capricho del poder, con la aplanadora de sus mayorías en el Congreso, nos llevará a escenarios indeseables. No peco de alarmista, pero el desmantelamiento del INE y todas las consecuencias del plan B exhibidas por la institución en un prolijo informe conduce, según advierten las y los consejeros electorales, a la imposibilidad técnica y material para organizar las elecciones con los estándares de calidad logrados en treinta años, más aún, a la falta de certidumbre para poder capacitar a los funcionarios de casilla, para instalar las mesas de votación, para actualizar el padrón electoral y para operar el amplio conjunto de elementos que dan autenticidad y credibilidad a los comicios.

Hay otro escenario que debe tenerse a la vista y que sería terrible para el país. Si se desmantela el aparato que las organiza y no se instala el veinte por ciento o más de las casillas, las elecciones podrían anularse y su repetición tampoco sería segura. El colapso, al que ya se han referido múltiples voces, sería inevitable. ¿Acaso se quiere eso? Después de tener un sistema electoral considerado entre los más sólidos y confiables del mundo, no me imagino discutiendo la declaración de un Estado de excepción.

No le demos vuelta. En la antesala de la sucesión presidencial, para qué se quiere debilitar a la autoridad, cuando lo que el país requiere es lo contrario: un árbitro fuerte, técnicamente bien equipado y capaz de conducir los procesos comiciales con imparcialidad. Es una reforma que no fortalece, pero sí destruye.

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