Razones y Proporciones

La obsesión con la desigualdad del ingreso

Aunque la deseabilidad de la igualdad en los ingresos parecería incontrovertible, su justificación y las medidas frecuentemente prescritas para procurarla plantean problemas.

En México es común la opinión de que la sociedad debe buscar la igualdad del ingreso entre las personas y es tarea del gobierno propiciar tal situación. Si bien no se interpreta literalmente, prevalece la idea de que siempre es preferible una menor desigualdad y ciertos niveles de diferencias son inadmisibles.

Aunque la deseabilidad de la igualdad parecería incontrovertible, su justificación y las medidas frecuentemente prescritas para procurarla plantean problemas.

En primer lugar, la desigualdad es un resultado natural de las economías de mercado, en las que los participantes intercambian bienes y servicios de forma voluntaria. En ese entorno, cada individuo emplea su tiempo y sus recursos de la mejor manera de acuerdo con sus preferencias.

El ingreso tiende a ser diferente dependiendo de las características personales, como las habilidades, la preparación escolar, la dedicación laboral y la tolerancia al riesgo, entre otras.

Así, las diferencias de ingreso no son un defecto sino una virtud de las economías de mercado, al reflejar la valoración que la sociedad asigna a la actividad que cada uno desempeña.

Por la misma razón, no conviene artificialmente inhibirlas. Es imposible imaginar que la economía pudiera funcionar adecuadamente si se decretara un mismo ingreso para todos los individuos. Este igualitarismo eliminaría cualquier incentivo de superación e innovación, lo que condenaría al país al estancamiento o retroceso económico, como ha ocurrido en los países comunistas.

En segundo lugar, la mayor desigualdad no necesariamente refleja una debilidad social. Tal es el caso del aumento de ese indicador observado desde los años setenta del siglo pasado en Estados Unidos.

Como lo ha demostrado el economista estadounidense Kevin M. Murphy, la ampliación de la brecha de ingresos ha obedecido primordialmente al creciente rendimiento de la mano de obra calificada respecto de la no calificada, derivado de la globalización y el cambio tecnológico, que han generado una expansión de la demanda de habilidades especiales superior a la de su oferta.

El mayor diferencial es una buena noticia porque premia la mayor educación, la cual posibilita una productividad más elevada. A su vez, este beneficio ha incentivado a una creciente proporción de jóvenes y, en especial, de mujeres, a continuar sus estudios en niveles superiores.

En tercer lugar, la menor desigualdad suele confundirse con un menor índice de pobreza, entendido como el porcentaje de la población cuyo ingreso es inferior a cierto nivel 'indispensable'. Si bien la aplicación de este segundo concepto es, por fuerza, arbitraria al depender del umbral seleccionado, constituye un indicador de progreso social.

Sin embargo, ambos fenómenos pueden fácilmente ir en contra. Un ejemplo destacado es China que, a partir de las reformas de liberación económica iniciadas hace cuatro décadas, ha experimentado un aumento de la desigualdad del ingreso, junto con un descenso espectacular de la pobreza.

En lugar de la igualdad de resultados, es preferible postular la igualdad de oportunidades. Aunque ese concepto es vago, en general se refiere a la ausencia de impedimentos para que cada persona pueda utilizar sus capacidades para perseguir sus metas.

La igualdad de oportunidades tampoco puede interpretarse de manera estricta. Cada persona nace con dotaciones diferentes, incluyendo la salud, los talentos innatos, la educación de los padres y las posibilidades de asistir a una buena escuela. El simple hecho de no ser idénticos convierte a este objetivo en un ideal inalcanzable.

A pesar de estas dificultades, la igualdad de resultados suele perseguirse mediante la redistribución de recursos, cuya forma favorita de financiamiento es la progresividad en el ISR personal, consistente en tasas impositivas ascendentes con el nivel de ingreso.

La redistribución tiene el inconveniente de reducir el incentivo de los receptores a buscar por sí mismos la superación y convertirlos en dependientes permanentes de la asistencia pública. Por su parte, la progresividad, además de contravenir la libertad individual, tiende a ser ineficiente al castigar el esfuerzo laboral y el éxito, en detrimento del dinamismo económico.

Una opción superior es fortalecer las condiciones de mercado para alcanzar una tasa elevada de crecimiento económico, lo cual siempre conlleva una disminución de la pobreza. Esta tarea debería incluir la remoción de obstáculos impuestos por el gobierno a la igualdad de oportunidades y la movilidad social, como monopolios y tratamientos especiales a grupos de interés.

El autor es exsubgobernador del Banco de México y escritor del libro Economía Mexicana para Desencantados (FCE 2006) .

COLUMNAS ANTERIORES

La escasa población extranjera en México
La autonomía del Banco de México

Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad de quien firma esta columna de opinión y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.