Razones y Proporciones

Tres fragilidades en la crisis del peso de 1994

La más evidente consistió en la insostenibilidad del régimen de tipo de cambio predeterminando, como “ancla” para contener la inflación.

La crisis del peso de 1994 puso de manifiesto tres grandes fragilidades de la economía. La más evidente consistió en la insostenibilidad del régimen de tipo de cambio predeterminando, como “ancla” para contener la inflación. Este sistema, que operó en diferentes modalidades por siete años, permitió disminuir la inflación de 159.2 por ciento en 1987 a 7.1 por ciento en 1994. Sin embargo, la inconsistencia de la política monetaria y fiscal con este régimen condujo a su abrupto abandono a finales de este último año.

La “solución” al problema cambiario fue instantánea, al permitir la flotación libre del peso, lo cual era la única opción viable, dado el agotamiento de las reservas internacionales. El consecuente debilitamiento de la moneda llevó la inflación a 52.0 por ciento en 1995. Aunque con el tipo de cambio flexible la política monetaria podría haber abatido la inflación más rápidamente, el enfoque gradualista del Banco de México implicó que le tomara más de seis años para llevar la inflación a niveles semejantes a los de 1994.

La segunda debilidad residió en las restricciones de liquidez y el peligro de insolvencia para el sector público, derivados de la concentración de su deuda en el corto plazo y en moneda extranjera. Con el fin de frenar la salida de capitales, en 1994 el gobierno promovió la sustitución de Cetes por Tesobonos que, aunque eran liquidables en pesos, su denominación en dólares los hacía ver como amortizables en esta última moneda.

El gobierno corrigió esta vulnerabilidad mediante la consecución, a principios de 1995, de un paquete de apoyo financiero externo por más de cincuenta mil millones de dólares, lo que le permitió liquidar, en esta moneda, la totalidad de los Tesobonos.

La tercera fragilidad resultó la más grave y se gestó, durante los seis años previos a la crisis, en la forma de una explosión del crédito de la banca comercial al sector privado, cuyo ritmo promedio anual, en términos reales, alcanzó 25.0 por ciento.

La euforia crediticia fue propiciada por el cambio de la represión financiera, que había predominado por mucho tiempo, a la liberalización en 1988 y 1989, la cual, entre otras medidas, eliminó los topes a las tasas de interés de depósitos y préstamos, las cuotas obligatorias de crédito y, gradualmente, los requerimientos de reservas y de liquidez.

La liberalización obedeció a la intención del gobierno de promover el crédito al sector privado, entre otras razones, porque la mejoría de las finanzas públicas y el desarrollo del mercado de valores permitían al sector público depender menos del financiamiento bancario. El impulso se vio reforzado, en 1991 y 1992, con la privatización de los bancos provenientes de la estatización de 1982. Posteriormente, para fomentar la competencia, el gobierno concedió autorizaciones para la creación de nuevas instituciones.

El auge de préstamos se guió con el deseo de los intermediarios de ganar participación de mercado, ya que el nuevo negocio lucía muy rentable, como lo refleja el hecho de que los compradores de los bancos ofrecieron, en promedio, un precio de 3.34 veces el valor en libros.

Por desgracia, este apogeo ocurrió sin que los accionistas y los administradores evaluaran adecuadamente los riesgos de la cartera, lo cual respondió, en parte, a que el conocimiento y las capacidades para manejar bancos, en gran medida, habían desaparecido durante la represión financiera.

Más de fondo, esta “bonaza” se derivó de la ausencia de un marco regulatorio y de supervisión efectivo, que ofreció incentivos perversos para el otorgamiento de crédito, como lo ilustran los siguientes factores.

La garantía ilimitada de protección al ahorro por parte del gobierno y la posibilidad de apalancar la adquisición de un banco con créditos del mismo banco probablemente atenuaron la prudencia de algunos accionistas.

Además, la laxitud de las normas contables condujo a mínimas provisiones para futuros castigos de crédito. Por ejemplo, algunos bancos ofrecían productos hipotecarios con amortización negativa. Además, la calificación de cartera se realizaba de forma trimestral, con base en cinco niveles de riesgo, que podían fácilmente modificarse. Asimismo, los bancos sólo contabilizaban, como cartera vencida, el pago vencido por noventa días. A su vez, los intereses vencidos eran capitalizados y los reportaban como ingreso. Finalmente, no había forma de verificar los créditos relacionados, porque los reportes de los grupos financieros no eran consolidados.

El desplome de la actividad económica y el alza de las tasas de interés en 1995 confirmaron la insolvencia de los bancos. El salvamento del sistema tomó cerca de seis años, con múltiples programas de capitalización y de apoyo a deudores y tuvo un costo fiscal y reputacional enorme. Sin duda, ese episodio representa la mayor lección para la política pública derivada de la crisis del peso.

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