Fuera de la Caja

No es por ahí

Reconstruir monopolios energéticos, terminar con la reforma educativa, fortalecer a las fortunas de capitalistas de compadrazgo, es lo que nos ha frenado por décadas, escribe Macario Schettino.

Las razones por las que México no es un país próspero han sido estudiadas por mucho tiempo. Una vez borrada la idea de que se puede hacer una economía exitosa a partir de una visión colectivista, como lo intentaron muchas naciones durante el siglo XX, se pudieron identificar con claridad las deficiencias.

Primero, un gobierno con muy poca capacidad de maniobra, debido a una recaudación paupérrima. Hasta hace muy poco, México era el país que menos recaudaba en el mundo, en términos del tamaño de su economía. Apenas 10 por ciento del PIB en impuestos. Ya andamos cerca de 15 por ciento, gracias a la reforma fiscal. Los recursos del gobierno son muy importantes si, como hace el mundo desarrollado desde mediados del siglo pasado, le cargamos a esa institución no sólo garantizar la seguridad de las personas, sino buena parte de la educación, la salud, y la seguridad social.

Segundo, un mercado laboral muy defectuoso. Cerca del 60 por ciento de los trabajadores son informales (es decir, no cuentan con prestaciones de salud y seguridad social), y muy improductivos. El ingreso promedio de ese grupo de población no llega a los 5 mil pesos al mes. Entre los formales, el ingreso es mayor, pero aun así es muy bajo. Buena parte del problema tiene que ver con la informalidad, y con el tamaño de las unidades productivas, realmente pequeñas.

Tercero, la falta de productividad, que como ha mostrado Bill Lewis, es resultado sobre todo de la falta de competencia económica, y México ha sido un paraíso de la concentración. No sólo los privados, sino el gobierno mismo, han gozado de monopolios por décadas, haciendo cada vez menos competitivo al país, mientras se enriquecen hasta la obscenidad un puñado de personas.

Cuarto, esta concentración de poder ha impedido la construcción de un verdadero Estado de derecho, lo que redunda tanto en corrupción como en violencia.

Finalmente, hay detrás de todo esto un conjunto de creencias que soportaron el viejo régimen, que fueron implantadas en las mentes mediante un sistema educativo diseñado para eso. Creencias propias del colectivismo del siglo XX, que no fue sino la recuperación de las visiones machistas, patriarcales y patrimonialistas previas a la Ilustración: una historia patria ficticia plagada de héroes y villanos, temor-odio a los extranjeros, virtudes sin fin de los pobres y los gobernantes, etc.

Estos cinco elementos tienen interacciones muy importantes: no se puede construir Estado de derecho sin recursos fiscales suficientes, pero tampoco sin una visión del mundo alejada del colectivismo. No se puede terminar con la informalidad sin una educación distinta y sin enfrentar la concentración económica. No se puede recaudar más con esa informalidad y concentración.

Avanzar en estos cinco elementos, de forma simultánea y estratégica, es el camino al desarrollo económico. Pero también a la democracia y la justicia. La creencia de que habrá justicia nada más porque el gobierno así lo desea no tiene ningún sustento. Mucho menos habrá desarrollo económico impulsado desde esa institución.

Romper con el poder económico concentrado puede ser un buen inicio, y por eso terminar con los monopolios del gobierno y limitar el poder de los privados es tan importante. Por eso la reforma energética, la de telecomunicaciones, la financiera y la de competencia económica.

Terminar con el adoctrinamiento en la escuela es fundamental, tanto para tener una visión diferente del mundo, como para contar con capital humano capaz de ser más productivo, en unidades económicas mayores. Por eso la reforma educativa.

El camino del actual gobierno es equivocado: reconstruir monopolios energéticos, terminar con la reforma educativa, fortalecer a las grandes fortunas de capitalistas de compadrazgo (ahora en el comité asesor empresarial), es precisamente lo que nos ha frenado por décadas. Aunque parezca obvio, hay que decirlo, para que no se olvide.

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