Fuera de la Caja

Delincuencia legítima

Para muchos mexicanos la delincuencia es legítima, y el Estado es el agresor. Las comunidades defienden a sus delincuentes, porque ellos son confiables.

Cuando Felipe Calderón decidió, a fines de 2006, movilizar al Ejército para rescatar Michoacán de las garras del crimen organizado, algunos afirmaron que lo hacía por legitimarse. Para poder decir eso, ignoraron que Lázaro Cárdenas, gobernador del estado, había solicitado auxilio a Calderón, porque no podía gobernar.

Al año siguiente, en 2007, México conoció la menor tasa de homicidios en su historia. Es posible que Calderón haya interpretado eso como resultado de su estrategia en Michoacán, y por ello haya decidido extenderla a Baja California, donde el cártel más cruel de todos, los hermanos Arrellano Félix, tenían el control absoluto del territorio. Al inicio de 2008, las cosas se fueron complicando, pero el cártel mencionado fue derrotado. Lo que siguió fue la tragedia.

En aquellos días, amigos de la frontera insistían en que no había duda de que los delincuentes mandaban, pero no había por qué ir a pelearse con ellos. Era patear el avispero, como se suele decir. Preferían ese acuerdo tácito con los criminales, que arriesgarse al enfrentamiento.

El mismo fenómeno, me parece, se extiende por buena parte de Michoacán y Guerrero, Veracruz y Oaxaca, Morelos y Estado de México, Puebla, Tlaxcala e Hidalgo… Para muchos mexicanos, la delincuencia es legítima, y el Estado es el agresor. Las comunidades defienden a sus delincuentes, porque ellos son confiables. Reparten, administran, lideran, construyen.

Como tantas otras cosas, hay una lógica histórica en esto. En buena medida, fueron delincuentes los independentistas (Galeana, Guerrero, Bravo) y los revolucionarios (especialmente Villa). Por los resultados, y porque convenía, los fuimos convirtiendo en héroes, y en su celebración educamos a los niños. Súmele a ello las deficiencias del gobierno, la perenne desigualdad, la interminable violencia, y no hay mucho que pensar.

Mancur Olson propuso alguna vez que debíamos entender al Estado como un "bandido estacionario". Un grupo delincuencial que logra derrotar a los demás, y nos ofrece defendernos de ellos a cambio de tributo y devoción. Es una buena teoría, que permite explicar la construcción no sólo de los Estados modernos, sino incluso de otras épocas. Los cuentos que nos encanta contarnos le van dando legitimidad a esos grupos y pronto olvidamos su origen. El nacionalismo puso a los independentistas por encima de cualquier sospecha; el positivismo escribió su "México a través de los siglos"; el priismo se fundó en sus mitos populistas, y hasta el asesino Villa consiguió el perdón histórico, hoy refrendado por los escribanos de Morena.

El Estado en México jamás ha logrado convertirse en un actor legítimo para todos los mexicanos. Hay razón en esto: ni la forma en que llegaron al poder (con violencia) ni la manera en que gobernaron (con avidez) da para aceptarlos. La breve época de democracia apuntaba en otra dirección, pero no duró lo suficiente. Millones que consideraban ilegítimo al gobierno optaron por elegir a uno de los suyos, alguien que siempre anunció que lo destruiría. Y en eso está.

Pues sí, los que anunciaban una repetición más del ciclo centenario de hundimiento del Estado parecen haber acertado. No es cuarta transformación, sino la tercera vez que México rechaza la modernidad y busca refugiarse en las legitimidades locales, las de los delincuentes conocidos, confiables, líderes populares.

En las dos ocasiones anteriores, los iniciadores fueron pronto removidos. Usted seguro recuerda que la Independencia la logró Iturbide, cuando Hidalgo y Morelos llevaban muchos años muertos. Y que la Revolución no terminó en manos de los coahuilenses que la iniciaron, sino de los sonorenses, que se destruyeron a sí mismos y acabaron regalándola al sur. Tal vez no sabe que, en el primer caso, pasaron 50 años antes de recuperar la economía, y en el segundo, treinta. Así son las cosas.

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