Murieron 38 personas en un centro de detención para migrantes en Ciudad Juárez. Murieron porque los vigilantes decidieron no abrir las puertas. Ellos se fueron, y dejaron a esas 38 personas que murieran en el incendio. Quienes abandonaron a los migrantes, condenándolos a muerte, son personal del Instituto Nacional de Migración, Inami, que es conocido por su falta de humanidad y por el trato abusivo a las personas que llegan a México y atraviesan el país buscando una vida menos mala.
Las 38 personas estaban bajo la responsabilidad de un cuerpo civil, parte del Estado mexicano. Si en alguna ocasión podía decirse que “fue el Estado”, es ahora. Estas muertes no son producto de un accidente en instalaciones inadecuadas, como ocurrió en la Guardería ABC, cuando el IMSS mismo no había establecido criterios para evitar esos accidentes. Estas muertes no son producto de un conflicto entre cárteles, alcaldes corruptos y cuerpos de policía municipales, como ocurrió en Iguala. Estas muertes resultan de un Estado que ha construido una política migratoria al servicio del país vecino, un Estado que ha decidido convertirse en el muro, y para ello utiliza uno de los instrumentos más deplorables con que contamos, el Inami.
La responsabilidad del Estado, que va del Inami al secretario de Gobernación, y de ahí al jefe de Estado, el Presidente, no puede evadirse. No pueden, en su juego sucesorio, simplemente reasignar migración a Relaciones Exteriores. Esta práctica insana de esconder los problemas y evadir la responsabilidad buscando algún culpable es profundamente inmoral. Así ha sido con los accidentes del Metro de la Ciudad de México, de los que se culpa a un soldador, o que se tapan con seis mil efectivos de la Guardia Nacional, que ahora mismo están en retirada después del ridículo de tres meses. Así ha sido también con la escasez o inexistencia de medicinas, producto de la incapacidad que priva en Cofepris y de la miseria de quienes ocupan los puestos más altos en la Secretaría de Salud. Así es en todo.
Ya habíamos comentado aquí cómo la destrucción de la capacidad de gestión del Estado sería evidente en este fin de sexenio. Después de cuatro años demoliendo la administración pública para ampliar el espacio de compra de votos y posibilitar los elefantes blancos, después de cuatro años expulsando a quienes sabían para reemplazarlos con quienes dicen que sí, no podíamos esperar otra cosa. Lo ha reiterado López Obrador al referirse a los consejeros electorales que están por elegirse: la experiencia no es importante, es algo relativo, lo que es fundamental es la lealtad (que él llama honestidad, en su lenguaje orwelliano).
Para donde usted voltee a ver, en la administración pública, encontrará ineptitud y maldad. Si logra acceso a las cuentas, encontrará además corrupción, mucha más que en cualquier otro gobierno. López Obrador, como líder único de ese movimiento que ahoga todo, prometió transformar al país, pero en una dirección muy diferente de la que ha seguido.
En lugar de la esperanza que ofrecía, le ha dado a la población dependencia. Les compra su voluntad, cada bimestre, con una beca o una pensión. No porque le interese el bienestar de nadie, sino porque es la forma más barata de ganar elecciones desde el gobierno.
En lugar de la honestidad, ha multiplicado la corrupción. En lugar de la austeridad, ha dilapidado billones de pesos en Pemex. En lugar de construir un gobierno capaz y exitoso, lo ha llenado con lo peor: con esos leales seguidores que lo son porque serían incapaces de ganar un sueldo similar en otra parte, porque están ahí para robar. Es la kakistocracia, el gobierno de los peores.