Luis Wertman Zaslav

Beneficio público y beneficio privado

Una compañía rinde en la medida en que sus ingresos son superiores a sus gastos y su presencia en un mercado específico es relevante.

La razón de existir de una empresa privada podría resumirse en la capacidad de generar utilidades para sus inversionistas. Cómo lo logra –mejores productos, precio más bajo, mejor servicio al cliente, tecnología, eficiencia– es un análisis que se lleva a cabo a partir de un enfoque de rentabilidad y ventas. Es decir, una compañía rinde en la medida en que sus ingresos son superiores a sus gastos y su presencia en un mercado específico es relevante. Todo lo demás, son indicadores especulativos que poco, o nada, tienen que ver con las personas, los locales y los ‘fierros’.

Una empresa pública no es tan diferente, salvo por un detalle muy importante: su objetivo es el beneficio general, no solo el de los accionistas que participan en ella. Claro que una corporación privada tiene siempre en mente atender las necesidades y las expectativas de sus clientes, pero su meta es recuperar la mayor cantidad de recursos, vía ventas, para quienes arriesgaron su capital en ésta. Los diversos programas de responsabilidad social corporativa son una manera, entre varias, de apoyar el desarrollo de las regiones y comunidades en donde se establecen sus fábricas y plantas, pero esa no es la función primordial de ninguna empresa del sector privado.

Sí lo es en el caso de las públicas. Los ingresos que se obtienen de los bienes o servicios que producen van a dar a las arcas públicas y de ahí a los programas y las políticas que permiten reducir la desigualdad entre los diferentes segmentos de la población, entre otros rubros. Eso no quiere decir que no haya reglas o que los principios económicos y financieros no les apliquen; tal vez, son incluso más susceptibles del impacto de estas normas y de las que están establecidas en el servicio público; simplemente su orientación es otra.

Así como los ciudadanos pueden hacer todo lo que la ley no prohíbe y los servidores públicos solo pueden hacer lo que las leyes establecen, las empresas públicas están dirigidas a cubrir las necesidades que las compañías privadas no pueden atender, porque sus criterios de rentabilidad y de utilidad se los impiden.

¿Un mercado más grande es bueno para cualquier empresa? Claro que sí, pero las empresas privadas prefieren consolidar el mercado que ya tienen, antes de explorar nuevos nichos o incursionar en otra actividad en la que no tienen experiencia. La virtud de las empresas públicas es que éstas pueden apostar inversión y capital en proyectos que son útiles, aunque no sean rentables al inicio.

Ya sé que entramos al debate de si los gobiernos son buenos o malos administradores; sin embargo, hacer la comparación con la iniciativa privada es inexacto y ha provocado un análisis falso, porque parte de dos realidades distintas. Es decir, de tratar de igualar las peras con las manzanas.

Esa injusta comparación ha sido uno de los argumentos fundamentales de un modelo económico que, en cuatro décadas, no pudo conseguir que las utilidades públicas fueran hacia la mayoría de los ciudadanos y los errores privados no afectaran a la economía en general. Una regla de ese capitalismo al que estábamos acostumbrados establecía que, en caso de emergencia, se ‘rescatara’ a sectores industriales con fondos públicos, nunca al revés.

Socializar las pérdidas privadas y concentrar las utilidades públicas fue una fórmula dañina que nada tenía que ver con el libre mercado o con un modelo de globalización de mercancías y de servicios. La competencia es el elemento básico de una economía poderosa, mientras que la concentración solo produce monopolios de todo tipo.

Ninguna empresa, por exitosa que inicie, da rendimientos de la noche a la mañana. Es un proceso, casi siempre, largo. Consolidar una marca, posicionar un producto, hacer destacar un servicio, lleva tiempo y requiere de paciencia. Que ocurra lo mismo con cualquier obra o servicio público nuevo no tendría por qué ser diferente.

Por muchos años se nos insistió en que la única vía para mejorar la calidad de los servicios y lograr una variedad de productos de consumo era dejar en manos privadas no solo la fabricación e importación de las mercancías, sino también la administración de las empresas públicas. Eso no sucedió así en México, ni en el mundo.

Es posible que la mejor fórmula sea un equilibrio entre la presencia del Estado para regular bien a la iniciativa privada y la libertad de ésta para competir, realmente, por un mercado interno que crezca, gracias a que la mayoría cuenta con más de lo indispensable. Justo como nos está ocurriendo ahora; guste, o no, a muchos.

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