De la misma forma que hace una semana, el día de hoy será capital en los esfuerzos del gobierno británico encabezado por Theresa May, para rescatar un plan viable para el Brexit y conseguir el apoyo del Parlamento. En su presentación de lo que se conoce como el Plan B, el día de ayer, llegó incluso a advertir a sus colegas que regresar a un nuevo referéndum podría menoscabar la democracia del Reino Unido y deteriorar la unidad del propio país.
Graves advertencias que si bien son pronunciadas en medio del debate parlamentario en Westminster, dejan claro que no hay más margen de maniobra. O aprueban un plan ahora, este último presentado por la primera ministra, o tendrá que volver a Bruselas y negociar la prórroga de la cláusula 50 –la que establece los mecanismos y tiempos para la salida de un país miembro- o se arriesgan, con todos los momios en contra, a enfrentar la fecha final -29 marzo hasta ahora- sin acuerdo con la Unión Europea.
El peor escenario para el Reino Unido es justamente este último; romper abrupta y tajantemente con la Unión, sin acuerdo aduanal –uno de los puntos clave del acuerdo de salida– sin mecanismos migratorios, incluso, sin intercambio en materia de seguridad. Sume usted a ello, el enorme intercambio comercial y de ciudadanos entre la isla y el continente. Sería un desastre. Sin embargo hay unos radicales a favor de esta ruta, para conseguir –en su estrecha visión– la auténtica y valiosa independencia que la Gran Bretaña ha perdido frente a su alianza con los europeos.
Mientras tanto en Londres el clima financiero, comercial y monetario se mantiene en suspenso. Contratos, inversiones, intercambios están on hold –detenidos, congelados– en espera del desenlace.
El gobierno de la señora May ha resultado insuficiente para satisfacer a todos los sectores. Prácticamente imposible para cualquier gobierno. La sola idea de un nuevo referéndum asusta a muchos, quienes aseguran existen estrategias externas para desestabilizar al Reino Unido, dividirlo y provocar caos. Mientras más sabemos de la intervención rusa en las elecciones estadounidenses (2016), de la conflictiva relación en la OTAN a causa justamente del gobierno del señor Trump, de la compleja, ríspida y con frecuencia tensa relación entre Moscú y Bruselas, no resulta extraño dar cabida a quienes afirman que desde el Kremlin se diseñaron y patrocinaron múltiples esfuerzos para desestabilizar a quienes eran considerados sus oponentes o adversarios.
A estas alturas parece imposible dejar de reconocer que la Gran Bretaña abandonará la Unión Europea, a un costo comercial, económico y financiero aún difícil de establecer.
Lo que ignoramos aún es si esa salida se dará en el marco civilizado de un acuerdo que establezca rutas de colaboración, comercio e intercambio. Si se rompe esa posibilidad, estaremos frente a una confrontación diplomática y comercial sin precedentes en la postguerra.
Jeremy Corbyn líder de la oposición Laborista, ha intentado ya empujar hacia la celebración de nuevas elecciones generales, para aprovechar la coyuntura y derrotar a los conservadores en el gobierno y recuperarlo para su partido. Pero a diferencia de Tony Blair (1997-2007) o sus sucesor Gordon Brown (2007-2009), los últimos dos primeros ministros laboristas, Corbyn representa al sector de izquierda radical en el partido, y su llegada al poder impactaría seriamente el espectro político, económico y social del Reino Unido.