Amarres

Las no-cumbres de AMLO

La relación entre México y Estados Unidos es demasiado importante para dejarla en manos de segundos, por brillantes, leales o inútiles que sean.

El gobierno confirmó lo que ya se intuía: López Obrador no irá a la reunión del G-20 en Japón a finales de julio. En sí misma no es una decisión de suma gravedad, pero sí parece ser un síntoma grave de una orientación clara de AMLO. No quiere salir del país. El G-20 pasa; lo de Estados Unidos es más complicado.

Se entiende que a nadie le haga una gran ilusión reunirse con Donald Trump. Después del desastre de la visita del mandatario norteamericano a México como candidato, Peña Nieto no quiso ir a Washington a verlo, siendo el primer presidente de México en más de medio siglo que no visita a su homólogo estadounidense en su territorio, aunque sí se reunió con Trump en Hamburgo al margen de una reunión del G-20. López Obrador obviamente prefiere ahorrarse ese mal rato.

Pero es un poco complicado el asunto. Desde 1964, los presidentes electos o presidentes de México se han reunido siempre con sus contrapartes de Estados Unidos, antes de que transcurra un año a partir de la elección mexicana. En ocasiones se ha tratado de un encuentro entre dos presidentes electo: Carlos Salinas y George HW Bush, en noviembre de 1988, en Houston. Otras veces, un presidente electo mexicano visita al norteamericano ya en funciones: Ernesto Zedillo con Bill Clinton, en octubre de 1994. Fox recibió a Bush (hijo) en febrero de 2001; Calderón al mismo Bush, en febrero de 2007 en Mérida, después de haberlo conocido en Washington en noviembre de 2006 como presidente electo. Peña Nieto viajó también a Washington como presidente electo en noviembre de 2012, y después vino Obama a México en mayo de 2013. Ningún encuentro dejó de celebrarse, por una razón u otra.

Los partidarios de la 4T dirán que esta es una serie neoliberal y que los presidentes anteriores no ponían en práctica estas malas costumbres. Miguel de la Madrid se reunió con Ronald Reagan en Tijuana, en octubre de 1982; José López Portillo, con Jimmy Carter, ambos presidentes electos, en noviembre de 1976, en Arizona, y Luis Echeverría, con Richard Nixon, en Washington, en noviembre de 1970. Hasta Díaz Ordaz visitó a Lyndon Johnson en su rancho de Texas, en noviembre de 1964.

En otras palabras, López Obrador será el primer presidente de México desde López Mateos en no haberse encontrado con su par norteamericano, ya sea como presidente electo o encontrándose el otro en esas funciones, en México o en Estados Unidos, durante el primer año después de su elección. A menos de que suceda algo inesperado de aquí a principios de julio.

La relación entre México y Estados Unidos es demasiado importante para dejarla en manos de segundos, por brillantes, leales o inútiles que sean estos. Es también demasiado compleja para decidir que las únicas personas que pueden tener una visión completa del temario o agenda –los presidentes– dejen de participar. Las otras formas de comunicarse –por teléfono, por cartitas, por correo electrónico– no constituyen sustitutos funcionales, por varias razones.

Los encuentros bilaterales de jefes de Estado o de gobierno, salvo en contadas ocasiones, no arrojan resultados concretos. Pero representan oportunidades de gran trascendencia para cuando surja una crisis –por ejemplo, Zedillo con Clinton– de haber ya roto el turrón o pasado de las amabilidades o 'small-talk'. Por otro lado, y es lo esencial, los encuentros presidenciales programados obligan a los gobiernos enteros a definir posiciones, calendarios, 'entregables' y concesiones mutuas. Sin esas cumbres –estas sí lo son– la inercia manda. Cada quien sigue haciendo lo que hacía antes.

Además, los mandatarios no son sustituibles en las cumbres colectivas, a las cuales un presidente mexicano asiste normalmente a cuatro o cinco cada año. El trato que recibe un secretario de Relaciones es otro: no participa en las 'principals only' o retiros, o las comidas o cenas informales; difícilmente logra encuentros bilaterales. O hace un oso, como la pataleta de Fidel Castro en Monterrey, en 2002, cuando a fuerza quería meter a Ricardo Alarcón en su lugar en el retiro de los más de 60 jefes de Estado y de gobierno que asistieron, y cuando le dijo Fox, a mucha honra, que debía limitarse estrictamente a las actividades de la Conferencia de la ONU y luego marcharse.

Hemos tenido a muchos presidentes insulares. Todos han aceptado las responsabilidades del cargo. Ir al G-20, a Washington, a muchas partes, puede o no resultar agradable (mi experiencia es que a todos los presidentes les acaba por gustar) o indispensable. Ejercer plenamente el cargo, sí.

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