Jorge Berry

Es personal

Jorge Berry comparte historias personales con sus abuelos y señala que nunca se hizo ciudadano de Estados Unidos y siempre ha considerado a México como su patria.

El abuelo Berry, Manville George de nombre (así me llamo yo también), nació en 1901, en Oklahoma, en Estados Unidos. La familia poseía, y conserva, una considerable fortuna petrolera. Supongo, pues, que su infancia fue de privilegio. Pero al acercarse a la mayoría de edad, y ante la amenaza de ser reclutado a las Fuerzas Armadas, se rebeló. No quería saber nada de la Guerra Mundial en Europa, así que empacó, lo desheredaron, y se vino a Tampico, a trabajar en lo que sabía, que eran los campos petroleros.

Conoció entonces a la joven María Luisa Veramendi, nacida en Puebla, de padre español y madre británica, exalumna del Colegio Americano, y el epítome de lo que hoy llamamos 'fifí'. Se casaron, y un problema de salud del abuelo los obligó a regresar a Estados Unidos. Los médicos le recetaron vivir en un clima seco y caluroso, y se asentaron en El Paso, Texas. Allí, en 1922, nació mi padre.

Pero el gusanito de México ya había infectado irremediablemente al abuelo. Por ahí de 1930, regresaron, y se instalaron en una hermosa y amplia residencia en la calle de Patricio Saenz, en la colonia del Valle, que para esos tiempos, era casi la orilla de la Ciudad de México. Trabajó en Chrysler hasta su muerte, en 1968. Recuerdo que me decía: "Lo que son las cosas. Me cambié de país, para no ir a la guerra. Y los 'pendehous' de tu papá y sus hermanos, van y se enlistan". Mi padre voló varias misiones en Italia durante la II Guerra Mundial con la US Air Force, y se retiró como teniente al terminar la guerra. No hubo bajas en la familia.

La abuela Berry sigue siendo la persona más perfectamente bilingüe que he conocido en mi vida, pero el abuelo nunca pudo dominar el castellano. Hablaba una mezcla entre inglés y español que solo entendíamos quienes lo conocíamos bien. Sus dificultades verbales nunca le impidieron ganarse la simpatía de quienes entraban en contacto con él. No lo sabía yo entonces, pero era un gran mandilón, y lo disfrutaba. De mis mejores recuerdos con él, eran los viajes al mercado donde todos los marchantes lo conocían, lo bromeaban por sus curiosas expresiones, regateaban con él cada centavo, en medio de risotadas y buena voluntad. Siempre terminábamos en el puesto de carnitas, donde se devoraba cuatro de maciza con cuero, bajo la advertencia de mantenerlo en el más estricto secreto, porque la abuela lo tenía a dieta. Esos eran mis fines de semana infantiles hablados en inglés, con números viejos de la revista TIME, y con The News, ese venerable diario que durante años publicó la casa Novedades, y por el cual me enteraba de política de EU, de futbol americano y de muchas cosas que los periódicos mexicanos no cubrían.

A solo unas cuadras de ahí, en la calle de Sánchez Azcona, ya en la colonia Narvarte, pasé la otra parte de mi infancia, la hablada en español. Mi abuelo materno, el Ingeniero Elías Corral, introdujo la pasteurización de la leche en México durante el sexenio de Miguel Alemán, y continuó en la política hasta mediados de 1975, cuando un accidente lo incapacitó. Mi abuela, Doña Matilde Manrique, con raíces norteñas en Linares, Nuevo León, me inculcó los valores familiares que aún conservo, además de un profundo amor por México y lo mexicano.

La vida, con una buena ayudada de la nefasta Margarita López Portillo, me llevó en 1981 a radicar a Los Ángeles, California. Llegué recién casado; allá nacieron mis hijos, allá encontré un hogar. Pienso en esos años con nostalgia, y con enorme agradecimiento. Profesionalmente, crecí enormidades al amparo de una comunidad hispana siempre generosa, y profundamente unida por raíces que no se rompen. Sí, extraño a los 'homies', y moriré sintiéndome tan chilango, como angelino. Lo mismo te pasará, estimado León Krause.

Les cuento todo esto, ya que estoy sólidamente instalado en la tercera edad y ante la mirada al pasado, México y Estados Unidos están fusionados dentro de mí. Si bien nunca me hice ciudadano de Estados Unidos, pudiendo hacerlo por derecho paterno, y siempre he considerado a México como mi patria, mi educación, mi formación y mi profesión me han llevado a comprender lo que muchos en la frontera saben bien: la pertenencia a un país, como a una familia, ni es única, ni es resultado de un papel. Es algo que se lleva dentro.

Escribo esto con tristeza y pesadumbre. Amo a México y a Estados Unidos, y me está tocando vivir un difícil momento en la historia de ambos. Llegaron al poder casi simultáneamente, dos políticos hábiles y carismáticos, grandes candidatos para convencer a los electores de la necesidad de un cambio, y hasta ahí, ambos tenían razón. Por desgracia, ninguno de los dos ha instalado, hasta ahora, un plan coherente de gobierno para implementar sus promesas. Al contrario, han mostrado nula capacidad administradora, y operan los aparatos del Estado bajo premisas erróneas y profundamente peligrosas para el futuro de sus ciudadanos. Estados Unidos tiene los mecanismos constitucionales para poner un remedio. México, desgraciadamente, no.

Aun así, siendo parte de ambos pueblos, de ambas culturas, de ambos países, una cosa tengo cierta: sobreviviremos.

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