Jorge Berry

Brexit y Boris

Es increíble que la democracia más madura del planeta lleve tres años atorada en el Brexit y no pueda encontrar una solución aceptable para todos.

Pocas veces sesiona el Parlamento británico en sábado, pero las fechas obligaron a ello. El primer ministro Boris Johnson, contra todos los pronósticos, regresó de la cumbre de la Unión Europea con un acuerdo. Pero el Parlamento estaba presionado para ratificar o rechazar a toda velocidad, puesto que la fecha límite para lograr una salida suave de la UE vence el 31 de octubre.

Pero el Parlamento, que ya ha votado en contra de tres acuerdos anteriores que les propuso la ahora ex primera ministra Theresa May, no se pudo decidir. Esta vez, el voto no fue tajante en contra del acuerdo. Lo que argumenta el Parlamento es que, para que pueda entrar en vigor, necesitan pasar una serie considerable de legislación secundaria que permita regular los puntos del acuerdo, y necesitan tiempo para ello.

Empiezo a pensar, como Boris Johnson, que esto es el cuento de nunca acabar. Para empezar, la negativa de ratificar antes de terminar el mes, obligó, por la ley que pasaron hace unas semanas, a que Johnson solicitara una prórroga de la fecha a la UE. El primer ministro había dicho que primero muerto que pedir una extensión, pero se tuvo que doblar, porque de otra manera hubiera cometido un delito, y lo hubieran obligado a renunciar. Lo que hizo entonces fue pedir a la UE la prórroga hasta el 31 de enero, pero al mismo tiempo, y a título personal, le solicitó a Donald Tusk, presidente de la Comisión Europea, que por favor rechazaran la solicitud. Johnson quiere salir de la UE al final de este mes, cueste lo que cueste. Es difícil que la UE acceda a no otorgar la extensión, porque de hacerlo, precipitarían una salida dura de la Gran Bretaña, y eso no le conviene a nadie, así que lo probable es que se otorgue la prórroga, y vuelva la lucha al Parlamento británico.

El problema de fondo se ve difícil de superar, y se llama Irlanda. En los acuerdos a los que llegó Theresa May, se establecía una frontera entre la República de Irlanda, país miembro de la UE, e Irlanda del Norte, provincia británica. El volver a limitar el movimiento entre ambas, amenazaba con reavivar el conflicto político-religioso que azotó la zona durante décadas. La nueva solución, propuesta por Boris Johnson, establece una frontera marítima entre Irlanda del Norte e Inglaterra, que de hecho, divide el territorio británico, pero permite el libre flujo de personas entre Dublín y Belfast, toda vez que los productos exportables ya pasaron aduana antes de entrar a Irlanda del Norte. Esto no es aceptable para los defensores de la unión territorial de la Gran Bretaña, entre ellos, por supuesto, toda la bancada parlamentaria de Irlanda del norte, que es casi enteramente unionista.

El Parlamento podría haber aceptado los acuerdos para cumplir con las fechas impuestas por la UE para salir el 31 de octubre, que especificaban que el límite para firmar era el sábado a las 11 de la noche. Pero al pasar la enmienda Letwin, presentada por uno de los conservadores, Oliver Letwin, que Johnson echó del partido, la firma se volvió imposible, al obligarlos a pasar toda la legislación secundaria antes de firmar.

Suponiendo que la UE les conceda la extensión, tendrán que negociar cómo implementar la famosa frontera marítima, y en ese tema habrá un agrio debate que podía, incluso, derribar la totalidad del acuerdo. Boris Johnson acabó el día, comprensiblemente, furioso.

El pueblo británico ya se cansó de tanto lío por el Brexit. Es increíble que la democracia más madura del planeta lleve tres años atorada en este problema, y no pueda encontrar una solución aceptable para todos.

Yo que pensaba que hoy les podría contar un final feliz, me quedé con las ganas. En fin, habrá más Brexit para el futuro.

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