En el espejo de Washington

Los saldos de la polarización

La polarización ha encontrado en las redes sociales un catalizador de enorme potencia, pues los algoritmos nos van encerrando en esferas irreconciliables con los demás.

Polarizar sirve para ganar elecciones y para concentrar poder, pero es muy dañino para gobernar y forjar estabilidad.

Polarizar sirve también para que los grupos fundamentalistas atraigan a personas sedientas de certezas, necesidad de pertenencia y vehículos para su ira.

Los triunfos del polarizador de hoy serán, el día de mañana, las derrotas de todos. Lo estamos viendo en múltiples frentes y en diversos niveles.

Del Brexit y el triunfo de Trump en la década pasada, hoy pasamos a la invasión rusa de Ucrania y la recién inaugurada guerra frontal entre Israel y Hamás.

Me gusta repetir la frase “a río revuelto, ganancia de polarizadores” y vaya que el río anda revuelto a escala planetaria. Pero esta frase requiere un matiz, pues las ganancias serán efímeras y tarde o temprano se volverán en su contra.

Polarizar genera una relación pierde-pierde en el largo plazo, pues, una de dos, el polarizador es derrotado y expulsado o se ve condenado a seguir una deriva autoritaria y/o fundamentalista como único mecanismo de sobrevivencia y mantenimiento en el poder.

Para cualquier gobierno, partido, movimiento social u organización, hacer uso de las emociones no es opcional, es un requisito para ser eficaz y tener influencia e impacto. Los líderes políticos han entendido e instrumentalizado la relevancia de las emociones para ganar y sostenerse en el poder.

El problema es que cada vez acuden mucho más a las emociones negativas que a las positivas. Instrumentalizar el odio y el resentimiento se está imponiendo sobre la opción de echar mano del amor y la armonía. Más venganza y menos esperanza.

La confrontación se está imponiendo sobre la colaboración y eso lo vemos en múltiples frentes que van desde la incapacidad de los representantes republicanos por acordar un líder de la Cámara baja, los sistemáticos desencuentros innecesarios en las relaciones entre México y Estados Unidos o la propagación de una cultura de exclusión basada en contraponer las identidades de los distintos grupos sociales.

Ya se sabe que esta tendencia a polarizar ha encontrado en las redes sociales un catalizador de enorme potencia, pues los algoritmos nos van encerrando en esferas irreconciliables con los demás.

Joe Biden logró ganar la presidencia porque fue capaz de salirse de su polo y convocar a algunos votantes más al instar a las fuerzas políticas a buscar soluciones bipartitas. Emmanuel Macron, con su propuesta centrista, conquistó la reelección en una Francia cada vez más divida y enfrentada. La posible renovación de investidura de Pedro Sánchez en la presidencia del gobierno español es una respuesta a la contención de la ultraderecha emergente de Vox.

Los mencionados son algunos casos de éxito, con propuestas más inclinadas al amor que al odio y han tenido éxito, lo cual lamentablemente no es el caso en todo el mundo, como podemos atestiguar en países tan disímbolos como la India de Narendra Modi, la Rusia de Putin, la Hungría de Orban, la Turquía de Erdogan, el Israel de Netanhayu o nuestro México de López Obrador.

Aunque el premio de polarizar ha sido grande para estos líderes, los saldos para sus países son negativos porque, aunque enfrentar y dividir les resulta de gran utilidad para amasar poder, les resta potencia, inhabilita y deslegitima para convocar al conjunto de sus ciudadanos a trabajar y luchar por causas comunes.

Acudir a la polarización es una enfermedad que se está viralizando, dejando de ser monopolio de los poderes en turno, pues desde diferentes posiciones de la oposición o resistencia también se está acudiendo al odio y a crear situaciones belicosas en una lucha de unos contra otros.

El fenómeno está degenerando a los procesos democráticos, hacia luchas de poder enfocadas en dirimir quién tiene el “polo más grande” y así convertir los triunfos o derrotas en designios absolutos.

Nada garantiza mejor la existencia de conflictos futuros que aplastar al rival y avasallarlo. Por eso es tan peligroso lo que estamos viendo hoy en día en el conflicto entre Israel y Hamás, donde la tentación por buscar una “victoria total” es tan grande como ilusoria.

Los fundamentalismos son la expresión más acabada de la polarización. Hamás ha hecho su apuesta de muerte y sangre con una claridad rotunda. La absoluta imposibilidad de ceder, de negociar, de escuchar, de concertar, lo que caracteriza a este grupo, que ha encontrado en el gobierno radicalizado de Israel su complemento perfecto para asegurar no la solución del conflicto, sino su eternización.

Hamás ha apostado por el “odio eterno” y parece que lo va logrando.

El autor es CEO Founder LEXIA Insights & Solutions.

Guido Lara

Guido Lara

CEO Founder LEXIA Insights & Solutions.

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