Opinión Gerardo Herrera Huizar

Guerra y terrorismo como recurso de la política

No es novedoso que actores políticos relevantes recurran a la generación de conflicto con una intencionalidad de afirmación, de conservación del poder, influencia regional o doméstica.

Sucumbió, inexorablemente un año tortuoso, sobre el cual ya otros, abundantemente, han hecho recuento de la realidad que ha pasado a la memoria y nada podemos hacer más que tomar conciencia, aprender de su enseñanza y encarar los nuevos desafíos.

La segunda década del siglo llega a su fin con una herencia caótica en diversas partes del globo: movimientos sociales por doquier, revoluciones intestinas, violencia criminal, terrorismo y ahora, de nueva cuenta, la potencial confrontación a gran escala motivada por el ataque contra el general iraní Qasem Soleimani, que ha sido interpretado como una abierta agresión por parte de los Estados Unidos, de repercusiones imprevisibles y que, eventualmente puede conducir, abiertamente, a la guerra.

Si como afirmaba Carl von Clausewitz "la guerra es la continuación de la política por otros medios", refiriéndose expresamente a la confrontación bélica entre naciones, para imponer a otras la razón de la fuerza, la frase es aplicable puntualmente también a motivaciones y circunstancias internas, cuya finalidad estaría orientada a revertir tendencias poco favorables a una personalidad o una élite de la clase política o a la legitimación de los liderazgos.

No es novedoso que actores políticos relevantes recurran a la generación de conflicto con una intencionalidad de afirmación, de conservación del poder, influencia regional o doméstica. El fin de la Guerra Fría a finales del siglo pasado produjo la ilusión de que el mundo entraba en una nueva etapa de paz, pero pronto surgieron nuevos referentes de amenaza que dieron justificación a la acción bélica. El Oriente Medio se convirtió en el foco de la conflagración con la invasión occidental.

Con la entrada del nuevo milenio, un enemigo, difuso e incomprensible hizo su aparición de manera espectacular, el derribo de las torres gemelas del World Trade Center en Nueva York marcó el inicio de un tipo de guerra diferente, contra un enemigo intangible, impredecible, con gran libertad de acción, con recursos y gran perversidad que obligaba a la acción internacional para combatirlo. El terrorismo tomó forma e imagen mundial con el estereotipo de la túnica y el turbante, pero se desestimó cualquier otra fuente de generación de terror, como recurso de control y acción política.

Otra amenaza surgió, también con alcance global, producto de la evolución paulatina, la corrupción y el mercado a principios del nuevo milenio, que demandó, igualmente, de la colaboración internacional y que para México ha significado cientos de miles de muertos, desaparecidos, desplazados y una inestabilidad interna profunda. La guerra contra el crimen organizado fue el recurso legitimador de una elección ampliamente cuestionada, que llevó al empleo abierto de la fuerza militar para su contención, situación que hoy persiste con graves consecuencias internas.

El surgimiento de las nuevas amenazas del siglo XXI ofreció una razón suficiente para la expedición de la llamada ley patriótica en Estados Unidos, ampliando sus facultades de intervención al exterior, pero también al interior, aún bajo la sospecha de que los intereses norteamericanos podrían verse afectados por actos terroristas. Es de recordarse que recientemente se presentaron en el Congreso norteamericano mociones para declarar a los cárteles mexicanos precisamente como terroristas, ofreciendo ayuda militar para combatirlos en nuestro territorio.

Cierto es que la guerra y la política mantienen una simbiosis irreductible, la primera tendrá siempre, con sus diferentes manifestaciones, una motivación política, cualquiera que sea la estrategia elegida, sólo cambiarán los medios empleados y las circunstancias, pero las consecuencias, comúnmente son impredecibles.

En todo caso, no son sus beneficiarios los que aportan el contingente fatal en la batalla.

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