Gerardo Herrera Huizar

Texcapilla, el hartazgo social

Más allá de la estadística y el discurso optimista sobre los resultados en el combate al crimen, la evidencia ofrece otros datos sobre la inseguridad de que es presa la sociedad.

El enfrentamiento en Texcapilla, Estado de México, entre pobladores de esa localidad y un grupo de la delincuencia organizada, es sólo un síntoma de lo que sucede en una gran cantidad de regiones del territorio nacional donde el crimen, con sus diferentes denominaciones, ha sentado sus reales y, paulatina, pero consistentemente, extiende su influencia y control sobre la sociedad.

La expansión de las bandas criminales, que ahora ostentan uniformes, equipo de combate y marcas propias, no sólo ha sufrido una metamorfosis en su indumentaria y en el giro de su negocio, sino en sus formas y modos de operación, en la diversificación de sus actividades, en el control territorial y en el desafío al Estado.

Sonora, Baja California, Tamaulipas, Zacatecas, Guanajuato, Guerrero, Veracruz, Jalisco... por citar algunas de las entidades federativas de nuestro dilatado espacio geográfico, padecen cotidianamente el embate de las bandas delictivas que se han apoderado, casi absolutamente, de las actividades que definen el intercambio social y la vida de las comunidades.

La evolución ascendente del poder de los cárteles, su paulatina transformación de campesinos armados dedicados a la producción, trasiego y distribución de drogas ilícitas, a la conformación de grupos armados, con estructura jerárquica, adiestramiento, despliegue operativo, equipamiento táctico, inteligencia y recursos tecnológicos, les hacen más semejantes a fuerzas paramilitares que a simples grupos de delincuentes, con capacidad, al menos localmente, de enfrentarse y desafiar abiertamente a la fuerza del Estado.

Más allá de la estadística y el discurso optimista sobre los resultados en el combate al crimen, la evidencia cotidiana nos ofrece otros datos sobre la inseguridad de que es presa la sociedad: asesinatos, secuestros, extorsiones o apropiación de la actividad económica y social de las comunidades, y no sólo en regiones apartadas, sino en zonas urbanas, aun cuando su presencia pretenda ser más discreta.

El problema se torna mayúsculo cuando la influencia criminal se expande al control político. La pretensión de influir en la elección o designación de cargos públicos, hay claros ejemplos de ello, con la finalidad de generar o fortalecer estructuras de protección que faciliten sus actividades ilegales, les ofrezcan ventajas competitivas, mayor libertad de acción y, desde luego, ganancias económicas e impunidad.

El interés de la delincuencia por influir en la actividad política se convierte así en un factor determinante, particularmente relevante en procesos electorales que, como ya se ha visto en algunos casos en el pasado, condicionan el resultado, generando, aún soterradamente, gobiernos sujetos a la voluntad criminal en los diferentes órdenes.

Nos encontramos a un paso del proceso electoral más grande de la historia de nuestro país, en un ambiente convulso y confrontado en lo político y en lo social, en el que, de no tener la indispensable prudencia y sensatez, podríamos aventurarnos en un sendero aún más peligroso.

Felices fiestas.

El autor es catedrático, analista político, consultor en estrategia, seguridad nacional y administración pública.

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