Ezra Shabot

No intervención

La aplicación de la Doctrina Estrada, en un intento de la actual administración por asumir el papel de mediador, metieron a México en el grupo de leales a Maduro.

La Doctrina Estrada, definida como la postura de México de no reconocer gobiernos, sino únicamente decidir mantener o no relaciones diplomáticas con uno u otro, sirvió como instrumento de defensa para un régimen como el del priismo hegemónico, que buscaba impedir cualquier tipo de presencia extranjera que denunciase el carácter autoritario del mismo. Durante el periodo de la Guerra Fría, este instrumento fue usado de manera discrecional y en función de los intereses del mandatario en turno.

Así se intervino en El Salvador con el FMLN o contra Pinochet en Chile, pero en general la idea era evitar al máximo asumir una postura que en un momento determinado legitimase el cuestionamiento de terceros a la situación de ausencia de Estado de derecho y de violaciones de derechos humanos, en algo que nominalmente era una democracia pero que en la realidad no funcionaba como tal. Las administraciones de Fox, Calderón y Peña se ciñeron a una nueva realidad, donde la contradicción entre soberanía y derechos humanos se resolvía en favor de los segundos, en un mundo globalizado donde la idea de un Estado nacional ajeno a la supervisión de organismos internacionales era inaceptable.

La Venezuela de Chávez y de Maduro fue eliminando paulatinamente las formas democráticas que revestían de legitimidad a un régimen autoritario, por la necesidad misma de contener los embates de una sociedad cada vez menos dispuesta a someterse al caudillo y su aparato de control político. Esto derivó no sólo en un régimen represivo, sino en la destrucción total de la economía productiva, al grado de hacer desaparecer la moneda y los bienes de consumo básico. Ante esta situación, la condena a Maduro pasó a un segundo nivel cuando Trump reconoció al opositor Guaidó como presidente de Venezuela y desencadenó un conflicto internacional sobre quién es el legítimo gobernante de ese país.

Así, mientras la Cancillería mexicana, en manos de Marcelo Ebrard, hacía malabares para aplicar la Doctrina Estrada al pie de la letra en un intento por alejarse de la disyuntiva reconocer, no reconocer, para asumir el papel de mediador a toda costa, los sectores radicales de Morena y del gobierno emitían los mensajes de reconocimiento de Maduro como presidente de Venezuela, y a partir de ellos metían a México en el desagradable grupo de los leales al dictador. La mezcla de los dos conceptos –mediador y reconocedor de gobiernos– terminó por convertir a la posición mexicana en un instrumento inoperante para lo que supuestamente se pretendía, que era ser coadyuvante de una solución pacífica del conflicto.

Poner en primer plano el papel de mediador frente al de defensor de derechos humanos y de las instancias democráticas, exige un manejo extremadamente cuidadoso del lenguaje y la diplomacia, propio de estadistas de primer nivel. El riesgo que se corre al no jugar correctamente esa carta, es la de terminar sirviendo a los intereses de un sátrapa, lo que va en contra de los intereses mexicanos, independientemente de la consecuencias políticas que tan desafortunada acción pueda provocar.

En todo caso la función de la política exterior de cualquier país es la de beneficiar a sus ciudadanos en donde se encuentren. Poder combinar el pragmatismo que esto exige con los principios básicos que para ello se fijen, es lo que representa un proyecto racional de diplomacia efectiva. Para ello la línea de acción debería proceder de la Cancillería únicamente, y el presidente debería respaldarla para evitar que el doble lenguaje la lleve al fracaso.

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