Hace cuatro años los electores estadounidenses optaron por romper con buena parte de su pasado.
La elección de Donald Trump en 2016 selló un giro de 180 grados en la política de la nación más poderosa del mundo.
Se rompió la visión que por décadas caracterizó a nuestro vecino del norte como líder de occidente. La vocación que surgió desde el fin de la Segunda Guerra Mundial fue abandonada.
El liderazgo de Trump resucitó un nacionalismo expresado en la consigna: Make America Great Again.
Una parte de los trabajadores norteamericanos votó por una opción en la que resonaban los ecos del pasado. Los tiempos en los que había escasa competencia internacional y existía seguridad en los puestos de trabajo. Una era en la cual la migración era un fenómeno marginal y la diversidad racial y cultural de la sociedad norteamericana eran mucho menores.
Ese voto, en el arcaico y desigual sistema electoral norteamericano, fue suficiente para llevar a Trump a la Casa Blanca a pesar haber tenido 3 millones de sufragios menos que Hillary Clinton.
En las elecciones de hoy lo que se juega no es sólo quién ocupará la Casa Blanca. Es algo mucho más profundo.
La opción será entre darle profundidad y continuidad a un liderazgo carismático, con un Ejecutivo cada vez más fuerte, orientado a ese Estados Unidos rural, racista, volcado hacia adentro, o retomar la vocación de encabezar el proceso de globalización y progreso que nuestros vecinos del norte empujaron por décadas.
Es probable que esta elección defina el papel de Estados Unidos en el mundo por décadas.
Puede darle un nuevo aliento a la nación innovadora, que se forjó sobre la base de la migración, del llamado 'sueño americano', y que asumió –controversialmente siempre– su liderazgo internacional.
O quizá pueda afianzarse el nacionalismo a ultranza y el supremacismo blanco, redefiniendo las instituciones para dar permanencia a esta visión, como han sido los cambios en la Suprema Corte o la redefinición de distritos electorales mediante el censo.
No es la primera ocasión que un proceso electoral marca una época. Por ejemplo, la elección de Ronald Reagan marcó una tendencia económica y social, no sólo en Estados Unidos sino en todo el mundo. Fue el principio de lo que algunos visualizaron como un mundo unipolar.
Hoy podría ser el punto de partida para que gradualmente, en el mundo entero, surjan opciones políticas que se deshagan del populismo y de los líderes carismáticos. Y para que se aprenda que el liberalismo y las apuestas por el mercado, ya son insuficientes.
Si se quiere evitar que los electores opten por las posiciones extremas, se requieren gobiernos pragmáticos, que hayan aprendido de los saldos negativos que dejó la aplicación de las recetas de la globalización, la apertura y la liberalización.
El Estado sigue teniendo razón de ser, lo que parece ser entendido por Biden.
Para México, la implicación es mayor aún que para otras naciones, por nuestros lazos económicos, humanos y comerciales.
Hace cuatro años, la elección de Donald Trump generó un estrés económico del que no hemos salido.
Una presidencia de Biden y un control demócrata de las cámaras podrían devolver certeza a esa relación. Podrían quitarle el componente de relación personal y darle un sentido institucional que harían mucho bien a la economía mexicana en el mediano y largo plazos.
Pensar que la reelección de Trump conviene a México sería insensato y revelaría una visión parroquial del mundo.
Esperemos que el gobierno o los empresarios mexicanos no lo piensen así.