Rotoscopio

'The Crown', el imperio que fue

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En teoría, The Crown tiene un defecto de fábrica que le debería impedir funcionar. La historia de la monarquía británica –la reina Elizabeth II (Claire Foy), su esposo Philip (Matt Smith) y su hermana Margaret (Vanessa Kirby)– es, después de todo, la de un declive hacia la obsolescencia. Estas son las vidas de un grupo de personas que, dentro de su propio país, fungen cada vez más como símbolos y carne para la prensa rosa. Digo esto, sobre todo, porque en su segunda temporada no parece que haya mucho más en juego que el bienestar familiar de los monarcas y, hasta cierto punto, la impresión que la gente tiene de la reina: nada de esto es precisamente dinamita. No obstante, el gran acierto de la serie, escrita por el gran Peter Morgan, es convertir este defecto en su esencia: manchar a la corona con una pátina de óxido. Después de que zanja los conflictos matrimoniales entre Elizabeth y Philip (lo más flojo de los diez capítulos), The Crown explora el paulatino derrumbe de la monarquía: su tránsito de elemento crucial en el sistema político de Gran Bretaña a estorbo, chiste y anticuado adorno. Incluso las victorias que Elizabeth cosecha a lo largo de los capítulos son pírricas: todas vienen a costa de las tradiciones y la dignidad que su puesto algún día tuvo. 

Aquí, como en la primera temporada, el efecto acumulativo no es triunfal sino ominoso, incluso triste. Es acumulativo porque desde su estreno, pero sobre todo ahora, The Crown es una serie que funciona cuando no sigue un solo hilo o conflicto a lo largo de varios episodios sino cuando narra historias en apariencia insulares, cuyos temas riman y se engarzan con los de otros capítulos. El mejor de la primera temporada abordó el retrato de Winston Churchill: un deslumbrante mano a mano actoral (la especialidad de Morgan como escritor).

Los mejores de esta segunda tanda tampoco tienen a Elizabeth como protagonista, ni parecen avanzar las tramas establecidas con anterioridad: 'Marionettes', un episodio que presagia a la monarquía como un organismo decorativo, de diplomacia interna, y 'Paterfamilias', que contrasta la cómoda infancia de Charles, el débil heredero al trono, con la trágica niñez de su padre. Vistos por encima parecería que ambos episodios no tienen nada en común. Y, sin embargo, basta digerirlos para hallar, como mencioné, rimas temáticas. Los dos apuntan hacia un futuro difícil y gris para la corona: 'Marionettes' en la claudicación de los valores que sostenían a la monarquía, y 'Paterfamilias' al retratar al próximo rey como un pusilánime.

A pesar de la espléndida pluma de Morgan, The Crown es más elocuente cuando permite que los actores se comuniquen con la cámara a través de miradas y gestos. Ayuda, por supuesto, que enfrente tenemos a Foy y a Smith, ambos impecables. Es notable, por ejemplo, que Foy logre transmitir los sentimientos de la reina cuando su personaje está hecho para admitir rara vez lo que siente de forma abierta: los gestos de Elizabeth siempre van a contracorriente de lo que expresa. Smith no se queda corto, armando una interpretación repleta de especificidad (cuando está molesto, por ejemplo, Philip habla como un toro a punto de embestir). Como la serie misma, sus papeles parecen glamorosos sólo al primer vistazo. Conforme los capítulos avanzan llegamos a sentir hasta pena por ellos. The Crown no es Downton Abbey: no fomenta el placer vicario de ver los excesos y los lujos de los aristócratas británicos. Esta es la historia del imperio que fue. Y, como sabemos, la historia no tendrá un final feliz.

Twitter: @dkrauze156

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