Colaborador Invitado

Advertencia sobre alimentos y bebidas (transparencia para riesgos informados)

El Derecho de Acceso a la Información sirve precisamente para que el ciudadano conjeture y decida riesgos a partir de ciertos datos.

Por Francisco Javier Acuña Llamas, Comisionado del INAI.

Una de las cimas de la transparencia pública, se alcanza cuando por interés general, la ley obliga a los particulares fabricantes y comerciantes revelar elementos de sus productos. Me refiero a características clave de su composición, datos que, al margen de la buena presentación del producto entrañan peligros de salud para los consumidores habituales o esporádicos.

Puede parecer un contrasentido que, productores de alimentos de bebidas no alcohólicas y golosinas acepten el deber ético social de revelar las proporciones de azúcares y grasas saturadas que contienen sus productos. Pero tiene que ser su deber. La primera conquista social —en esa dirección de transparencia ante riesgos informados— fue, la de obligar a los fabricantes de cigarros y bebidas alcohólicas. Ninguna supera el horror que suscitan las estampas de los dramáticos estragos por fumar. No conozco cifras o datos serios sobre si la reducción del número de fumadores o de la disminución de dosis del estimulante cigarrillo se deba más a esas terribles advertencias o a la penalización vía impuestos al precio del tabaco o, a la exclusión social de fumadores mediante el confinamiento a espacios cada vez más alejados del resto de los establecimientos turísticos, burocráticos, académicos y empresariales. Al margen de especulaciones, fumar hoy en día es un hábito caro, peligroso y socialmente incorrecto. El alcohol castigado fiscalmente, parece ser más visto socialmente como un riesgo asociado a su letal combinación con el volante y menos que a sus consecuencias en la salud.

Regreso al punto de partida. El Congreso de la Unión debate el deber empresarial de advertir a los consumidores, una exigencia democrática que consiste en dejar en el juicio de aquellos la decisión de asumir el riesgo informado de consumir tal producto. Indudablemente, debe haber una política pública que favorezca con esta campaña una vía para lograr erradicar o al menos reducir productos dañinos para la población porque el sobrepeso, la obesidad infantil y de todas las edades ya son una seña de identidad del mexicano y la propensión a la diabetes ha aumentado.

Es cierto, algunos o acaso muchísimos de esos productos, son favoritos de la población infantil e inclusive de todas las edades. Los caprichos culinarios de la dieta popular mexicana forman un listado de delicias y provocativos bocadillos herencia de las tradiciones autóctonas y las virreinales. Las más estimulantes muestras del mestizaje tienen expresivos sabores y aromas que exigen fidelidad de parroquianos y desafíos gustativos para fuereños y hasta tormentos en el paladar.

El gusto por el picante y los sabores acidulados han aumentado la variedad de botanas y sabores renovados hasta incompatibles con la tradición mestiza.

Con la industrialización y la producción masiva, que han reclamado la inclusión de químicos y componentes artificiales, el nuevo catálogo de dulces, golosinas y postres se ha ido "enriqueciendo" con más y más propiedades calóricas y con mayores niveles de saborizantes y conservadores para asegurar su preservación desde que son elaborados hasta su caducidad. La colocación de la fecha de caducidad vino a ser una exigencia anticipada al capítulo de medidas preventivas que los consumidores deben conocer y en seguida valorar (como la advertencia de comentario) para que, a pesar del sabor y el estimulante deseo de consumirlos, se hubiera vencido la conclusión del ciclo por caducidad. No hemos asimilado aún esa prevención. Me refiero a la población en general, la gente no leemos ni la letra pequeña, ni las instrucciones para usar o consumir algo, no solo el asunto de la caducidad de alimentos y golosinas es un problema, también las medicinas. En ambos casos, los establecimientos comerciales coordinados con el proveedor deberían retirar del mercado tanto unos como otros. No tenemos registros de qué porcentaje de la producción de víveres y de fármacos se venden caducos o ya muy cerca del ciclo establecido y señalado en letras pequeñas. Y menos aún que cifras negras existan sobre el consumo de alimentos y medicamentos caducos. Esto implica que la caducidad haya sobrevenido tiempo después de su adquisición cuando no había prisas para consumirlos.

En resumen, el deber de informar con claridad en el producto donde consumirlo implica riesgos, es mayor el deber de advertir con todas sus letras en el etiquetado del producto y es una cuestión inaplazable. Se corresponde con una señal de transparencia para que la gente sepa y eventualmente decida si asume su riesgo a partir de información veraz.

No es un asunto de generosidad empresarial, por encima del legítimo derecho de los fabricantes a elaborar seductores bocados, no puede o, mejor dicho, no debería hacerlo sin advertir a sus consumidores riesgos reales e inminentes.

Por encima del lucro que obtenga con las ventas que en una economía de mercado abierto es legítimo, se debe imponer que los productos sean expuestos con sus propiedades calóricas en y sus componentes en azúcares y grasas saturadas. El Derecho de Acceso a la Información sirve precisamente para que el ciudadano conjeture y decida riesgos a partir de datos ciertos. Así, el gusto se complace siguiendo advertencias sobre riesgos para controlar los consumos. Esta es otra faceta de la utilidad de la transparencia y el Derecho a conocer para decidir.

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