Competencia 2.0

Cambio de élites y reguladores

Organismos como la comisión de hidrocarburos, la comisión de competencia, la reguladora de energía o el Banco de México, tienen cierta independencia que es difícil de encajar en la nueva lógica de gobierno.

A poco más de 100 días de un nuevo gobierno, es claro que en el centro de los planes del régimen está transformar la administración pública y el ejercicio del poder a fondo. Hace unos meses, uno de los asesores del entonces presidente electo López Obrador me decía que una de las primeras cosas que harían era reformar la administración a manera de curar el cáncer: se necesita quimioterapia que mate todas las células malas aunque tengan que matar a muchas buenas. Esto ha implicado una transformación en manejo del poder y centralización de las decisiones en el presidente (con la consecuente exposición pública del Ejecutivo), así como medidas asociadas a reducción de sueldos, prestaciones, y otras tensiones entre organismos públicos.

El nuevo gobierno pretende en algunos casos reemplazar los cuadros de funcionarios por personas afines al programa ideológico del gobierno y sin los supuestos vicios de los gobiernos pasados. Me parece que el nuevo gobierno no necesariamente está peleado con la capacidad técnica ni los salarios ni las escuelas como el ITAM. Sin embargo, puede que lo visualice como un costo a pagar por 'limpiar la casa' y reemplazar a la élite en el poder. Es en esta lógica donde los órganos reguladores autónomos se vuelven tan incómodos.

En realidad, los órganos reguladores autónomos son solo un mecanismo más de gobernar que debemos analizar con esa perspectiva. Es difícil comparar en los detalles a los organismos autónomos en México pues existen enormes diferencias de los arreglos institucionales. Por ejemplo, es imposible comparar a la comisión de hidrocarburos con la comisión de competencia o la reguladora de energía o el Banco de México. Pero todos tienen cierta independencia que se ha vuelto difícil de encajar en la nueva lógica de gobierno.

Se podría decir que las agencias reguladoras autónomas sirven para delegar funciones en un ente relativamente independiente del gobierno central, aislado de control político y que deben su origen y existencia básicamente a cinco razones: (i) búsqueda de credibilidad sobre el compromiso del Estado con una determinada política; (ii) toma de decisiones técnicas y especializadas; (iii) posibilidad de echarle la culpa a estos órganos por decisiones difíciles y costosas; (iv) atender reclamos sociales muy específicos y relevantes; y (v) atender presiones internacionales.

No es raro que este tipo de instituciones hayan tenido un especial auge en el mundo en acompañamiento a un modelo de desarrollo económico muy particular. En la mayoría de los países, la privatización de empresas públicas y la apertura a la inversión extranjera generaron la necesidad del Estado de contar con las agencias reguladoras. En realidad, el arreglo institucional es neutro al contenido de la regulación y al sistema político, pues puede servir para una regulación más o menos intervencionista, ya sea de derecha o de izquierda. La discusión de fondo entonces tiene que ver con un supuesto déficit democrático y un probable problema de falta de rendición de cuentas y responsabilidad. Estas si son cuestiones mucho más complicadas y profundas.

Es cierto, por diseño, estos órganos impiden que el gobierno central altere de forma inmediata ciertas políticas y resulta claro que pueden ser incómodos a un nuevo régimen que pretende hacer cambios radicales pero precisamente esa es su razón de ser y ha sido el objetivo de las fuerzas políticas que las han establecido incluso a nivel constitucional durante los últimos 35 años. En lo general, parecería acertado que los gobiernos democráticamente electos puedan hacer los cambios para los que fueron electos, pero también parece acertado obligar a cierto tiempo de pausa y reflexión que además asegure cierta estabilidad en las reglas para la inversión y los mercados. Finalmente, el gobierno podrá ir cambiando las políticas públicas que desee, pero los contrapesos institucionales de los órganos autónomos aseguran, por lo menos, que no sean ocurrencias inmediatas de un funcionario en solitario.

En tiempos de vacas gordas, con un presidente fuerte y popular, parecería deseable tener todo el control y poder sobre la administración para demostrarnos que él gobierna, pero en épocas de vacas flacas, los reguladores autónomos pueden serle de mucha utilidad para seguir con los programas de gobierno y no ceder a las intimidaciones del poder económico. Recordemos que en nuestro país el poder político puede cambiar rápidamente y los poderes económicos se alienan inmediatamente. Quizá reglas claras, estables y bien administradas podrían servirle mejor en el largo plazo al movimiento de transformación.

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