Desde Otro Ángulo

Cambió la conversación

El grupo que conquistó el poder en julio pasado y el hombre que lo encabeza no comparten con el viejo régimen la idea de que la eficiencia económica debe ser el valor máximo para guiar la acción del gobierno.

Con el triunfo de Andrés Manuel López Obrador y la llegada al poder de un grupo enorme de mexicanos largamente excluidos del escenario central de la política mexicana, cambió radicalmente la conversación pública. Cambiaron los temas de los que se habla, los que son noticia, los que se comentan y discuten. Cambiaron, también, el lenguaje en el que se dicen las cosas, así como las formas, los gestos y los rituales con los que se visten, se sazonan y adquieren capacidad de interpelación emotiva las palabras en el teatro de la política.

Menos obvio quizá, pero tanto o más importante: cambiaron los supuestos (esas creencias de fondo que se dan por válidas sin necesidad de argumentar y que son el sustento de las argumentaciones que se expresan de modo explícito), los axiomas y los valores a partir de los cuales se estructuró durante mucho tiempo la discusión colectiva en México. Las viejas anclas y coordenadas del discurso y el debate público dejaron de ser autoevidentes. No basta repetirlas. Su mera repetición ya no es suficiente, pues el entramado completo del poder político, social y cultural que las sostenía se cuarteó.

Por ejemplo, remachar una y otra vez cosas como "esa medida no toma en cuenta la eficiencia", "hay que defender la división de poderes", y/o "lo que el país requiere son instituciones (formales) fuertes", es partir de supuestos cuya validez implícita ha dejado de ser autoevidente. El grupo que conquistó el poder en julio pasado y el hombre que lo encabeza no comparten con el viejo grupo en el poder la idea de que la eficiencia económica deba ser el valor máximo para guiar la acción del gobierno. Tampoco parecen compartir la visión según la cual la división de poderes es buena en sí misma, o la idea de que la manera de componer el país sea a través de construir instituciones formales.

La poca o nula validez que el nuevo grupo en el poder les confiere a supuestos como los mencionados arriba tiene, en parte, que ver con los resultados concretos –el tiradero de sangre, exclusión, miedo y desorden– de sexenios y sexenios de discursos, leyes, políticas y demás sustentados y arropados en esos supuestos. Dicho de otro modo, con que, en la práctica pura y dura, las acciones gubernamentales derivadas o dizque derivadas de esos supuestos no sólo no generaron las bondades prometidas, sino que, en muchos casos, sirvieron para legitimar el que un puñado de privilegiados lucrara a manos llenas a costillas de mayorías expoliadas sin descanso.

Otra parte del carpetazo de los viejos tótems que estamos viviendo tiene muy probablemente que ver con que el nuevo gobierno y la formidable recomposición del poder social que expresa y vehicula, parten de supuestos muy distintos a los de la oligarquía que 'gobernó' México durante más de tres décadas. Frente al individuo y su libertad por sobre todo otro valor, la nueva configuración del poder social y político reintroduce la centralidad de lo colectivo en nuestras vidas individuales, y subraya la responsabilidad colectiva de hacernos cargo de los miembros más vulnerables de la comunidad compartida. Frente a la eficiencia económica, reivindica la primacía de recuperar el orden, la gobernabilidad y la paz. Al script largamente hegemónico del éxito entendido en términos de acumulación de capacidad de consumo, contrapone un guion en el que lo primero es asegurarles reconocimiento, dignidad e inclusión a todos los mexicanos, y en especial a los que han estado privados de cualquier tipo de posibilidad de ser parte reconocida y valorada de la comunidad.

Importa reparar sobre el cambio radical de los supuestos y los valores que sustentan la conversación pública por varias razones. Una de ellas tiene que ver con la pertinencia. Aferrarse a los viejos supuestos, sin siquiera preguntarse si no será que el nuevo gobierno está partiendo de unos distintos, implica renunciar a poder entender, participar y, quizá, contribuir en algo a la nueva conversación (incluyendo, por ejemplo, a intentar hacerla inteligible). Otra es porque el significado de las palabras y la fuerza de los argumentos varían en función del contexto conceptual y axiológico en el que ocurren. No enterarse de que esos contextos cambiaron, significa abdicar de pensar en serio y negarse a hacerse cargo de que en este nuevo escenario (donde el poder lo tienen las mayorías), toca justificar y argumentar lo que durante tanto tiempo bastaba simplemente repetir.

El cambio en la conversación pública que está experimentando México abre oportunidades muy valiosas para mirar nuestro país con otros ojos. Ocasiones para construir un diálogo más amplio y menos bizantino. Oportunidades para arremangarnos y entrarle a nombrar, conceptualizar y analizar al país realmente existente desde otros lentes, menos disparatados, por lo poco que tienen que ver con lo que hay y con las fracturas que nos tienen tan lastimados y atorados.

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