Benjamin Hill

La transformación interrumpida

Aunque parece muy pronto para calificarla, la transformación y el combate a la corrupción parecen ahora como una promesa rota por parte del Gobierno.

Suena prematuro decir que la transformación propuesta por el gobierno va a quedar corta en sus históricas intenciones. Pero el hecho es que la propuesta transformadora, en su entraña, en la diferencia medular que la diferenciaba con otros gobiernos, que es el combate a la corrupción, parece hoy, a poco más de un año de haber iniciado el gobierno, una promesa rota.

La Revolución Mexicana fue un proceso de transformación interrumpido, decía Adolfo Gilly, en el que los movimientos sociales transformadores encabezados por Villa y Zapata, fueron detenidos por los liberales obregonistas. Tal vez algo parecido haya ocurrido con la transformación ofrecida por esta administración, una transformación que giraba fundamentalmente en torno a la promesa de enfrentar la corrupción gubernamental. Pero la interrupción de la transformación anticorrupción no ha sido por la intervención de agentes externos, enemigos de los cambios como en el caso de la revolución interrumpida de la que hablaba Gilly, sino por una especie de autosabotaje, en donde el elemento principal ha sido el pragmatismo político.

México no es muy distinto a otros países en los que la corrupción política es vista como una especie de variable para asegurar la gobernabilidad en ausencia de instituciones fuertes. Durante la posrevolución, la corrupción tolerada y algunas veces, promovida desde el gobierno, sirvió para apaciguar al país, enfriar los rifles y crear una nueva clase industrial. Después, dada la debilidad institucional del gobierno para asegurar la gobernabilidad, la corrupción fue una suerte de válvula de escape para contener a opositores, críticos y movimientos sociales, con la que se corrompió a sindicatos, a medios de comunicación y partidos de oposición. Hoy, parece que el combate a la corrupción en esta administración se opera en la medida en la que sirve a intenciones programáticas. Se endurece cuando se trata de enemigos del gobierno y se afloja cuando se trata de proteger a los aliados al proyecto. No se mide con la misma vara, sino que se utiliza una vara telescópica, retractil, que se alarga en el caso de los enemigos y se acorta para los amigos. Al final, tal vez sean distintos los propósitos, pero los métodos no parecen haber cambiado, y cada vez más se afianza en la percepción social que el combate a la corrupción y las instituciones vinculadas a su control son utilizados con fines políticos y pragmáticos.

El caso de la llamada 'casa blanca' fue extraordinario en sus consecuencias políticas, porque desató una reacción social de rechazo a la corrupción gubernamental que no es frecuente. Si bien existe en México, y en muchos países de Latinoamérica, cierto umbral de tolerancia a la corrupción gubernamental, muchas veces atado a los resultados de gobierno y ejemplificado con la frase "que roben pero que den resultados", ese umbral tiene sus fronteras a partir de las cuales la tolerancia se termina y viene una reacción. La 'casa blanca' fue una tormenta perfecta para el reclamo social porque coincidieron ahí un caso en apariencia evidente de conflicto de intereses que por los detalles sobre el lujo de la residencia involucrada, rebasaba el umbral de tolerancia social a la corrupción; en segundo lugar, una investigación que pudo haber estado apegada a la ley, pero que fue percibida como parcial e inverosímil y por último, una explicación en la comunicación del gobierno en la que se argumentó que la corrupción era un problema cultural, que fue como añadir insulto a la injuria, pues se interpretó como un intento de culpar a la propia sociedad de la corrupción de los políticos. Más allá de las diferencias particulares de cada caso, la investigación sobre las propiedades relacionadas con familiares y allegados del señor Bartlett, puede tener un efecto parecido en la valoración social sobre la intención real del gobierno para enfrentar la corrupción.

Tiene razón el presidente cuando dice que la transformación más importante y urgente en México es la que tiene que ver con el combate a la corrupción. Por mi parte añadiría que para que esa transformación sea realidad es fundamental que esté acompañada de criterios de aplicación de la ley y también de valoraciones éticas que sean imparciales, no solo a veces, sino todo el tiempo. Será inútil hablar de combate a la corrupción si ese discurso va acompañado de una sucesión de excusas débiles y defensas legales a modo para personajes cercanos al régimen, cuya conducta ha sido justificadamente cuestionada por la sociedad. Desde luego, el caso Bartlett no tendrá un efecto social parecido al que tuvo la 'casa blanca', pero se suma a un conjunto de otros casos y actitudes que ha tenido el gobierno que van construyendo la percepción de que no existe una intención auténtica de ir a fondo en el combate imparcial a la corrupción. Para que la gran transformación anticorrupción se vuelva realidad tiene que ser pareja con todos. No puede ser selectiva ni discriminar entre amigos y enemigos políticos. Tiene que juzgar con base en los hechos, no enredarse con la interpretación de posibles intenciones. Tiene que sumar a la sociedad civil y a los medios de comunicación como aliados de la transformación, en vez de asumir que son enemigos.

El combate a la corrupción verdadero es un titán que como Saturno, a veces devora a sus propios hijos. Requiere combatir la corrupción del pasado, pero más importante, tiene que combatir la corrupción de hoy, que afecta a la sociedad mexicana de ahora y también a la del futuro, y para eso habrá que investigar y sancionar en su caso, a servidores públicos de esta administración. A amigos y aliados políticos que se corrompan. Si no se hace así, no será una transformación completa, sino como dice Adolfo Gilly de la Revolución Mexicana, será una transformación interrumpida.

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