Benjamin Hill

El gobierno que murió de anorexia

Preocupa que se desfonde la capacidad de la administración pública de operar, y sus consecuencias en términos de servicios públicos básicos.

Los recortes de presupuesto y la reducción de salarios y prestaciones no le son extraños a los servidores públicos federales, pues se han presentado de forma más o menos recurrente. Esos recortes responden a dos motivaciones: en unos casos fueron intentos por ajustar el gasto administrativo a una situación de emergencia económica por la reducción de ingresos fiscales, como en las crisis de 1995 y 2008; en otros casos, el motivo del recorte era el interés del presidente en turno de hacer una especie de gesto político simbólico. Eran respuestas a crisis de imagen política, como sucedió después de los escándalos de conflictos de intereses de 2014, cuando se ordenó una reducción de los salarios de los servidores públicos.

Un hecho que destaca de estos recortes es que parecen ser una consecuencia no esperada de la vida en democracia. Los servidores públicos no cuentan con el aprecio y la estimación de una parte importante de los ciudadanos, y su trabajo no es valorado como se debe. Los sueldos y en especial las prestaciones como seguro de gastos médicos mayores, seguro de separación, uso de vehículos y ayudas para comidas, viáticos y viajes nacionales e internacionales, son percibidos por una parte importante de la sociedad como un privilegio, un abuso de quienes ocupan una responsabilidad en la administración pública. Para los gobiernos electos en este siglo, que con frecuencia han tomado decisiones con base en resultados de encuestas de aprobación, los recortes arbitrarios al gasto de la administración pública son una salida fácil y cada vez más frecuente para navegar una crisis de imagen. Bajar el sueldo a los servidores públicos se convirtió en muchos casos, en una respuesta sencilla y rápida para calmar los ánimos de la opinión pública. Pero hay aquí una cruel paradoja, como escribí en este espacio hace unas semanas: las reducciones salariales y en prestaciones son muy costosas para los servidores públicos y sus familias, en cambio la totalidad del beneficio político de los recortes es para el presidente en turno, quien no ve afectado su nivel de vida en lo más mínimo.

Así es la dinámica de la democracia electoral, pero el abuso de la respuesta a las crisis de imagen con recortes y reducciones cada vez más radicales, nos ha metido ahora en una espiral acelerada de degradación del servicio público que no sé cómo ni cuándo va a parar. Hasta hace poco creía que había límites racionales que pararían esa dinámica, pero la publicación y la aplicación del decreto de austeridad del 23 de abril, en el que se propone entre otras diez medidas, no ejercer 75 por ciento del presupuesto disponible de las partidas de servicios generales, materiales y suministros, me ha hecho cambiar de opinión.

No sorprende a nadie que este gobierno aplique medidas radicales. Desde el inicio de esta administración, el presidente advirtió que sometería al gobierno federal a un proceso de ajuste del gasto acorde con su idea de austeridad republicana. Incluso, en varias ocasiones el presidente ha dicho que de ser necesario, los ajustes irían más allá, y que el criterio sería más parecido al de la pobreza franciscana. Leonardo Curzio atribuye al jefe de la Oficina de la Presidencia, Alfonso Romo, decir que las intenciones reales del presidente son aún más extremas, y que se llegaría hasta la penuria calcutiana. Héctor Aguilar ha escrito que el gobierno intenta cometer un "austericidio", término mal utilizado por cierto, pues significa "matar la austeridad", y en lugar de eso se le está avivando. En todo caso es "suicidio por austeridad", un "austerosuicidio". El hecho es que sí existe un límite material a estos recortes, que llegar a fuerza de dejar sin recursos al gobierno, a la inoperabilidad del aparato de la administración pública. Esta administración está, sin saberlo ni reconocerlo, en grave riesgo de morir de anorexia. El retiro de tres de cada cuatro computadoras a los servidores públicos en la Secretaría de Economía no es más que un síntoma de que el desorden alimenticio del gobierno ha alcanzado el paroxismo.

Más allá de que se pone en entredicho el proyecto transformador del gobierno con estos recortes, me preocupa que se desfonde la capacidad de la administración pública de operar, y las consecuencias que eso traiga en términos de servicios públicos básicos, de deterioro de instituciones, procesos y bienes públicos que tardamos años en diseñar, implantar y hacer cada vez más eficientes. Me preocupa que servidores públicos honestos y profesionales abandonen el gobierno por no encontrar las mínimas condiciones para hacer su trabajo, y lo que eso significa en pérdida de experiencia técnica y memoria histórica para el país. Me preocupa también pensar en qué tipo de personas sentirán en el futuro el llamado a trabajar en el gobierno, a sabiendas de que las oportunidades de progreso material están canceladas, y que la única forma de acceder a un mejor nivel de vida es corrompiéndose. Me preocupa finalmente, que el deterioro de los servicios del gobierno contribuya a un círculo vicioso al terminar de destruir la ya de por sí dañada confianza que los ciudadanos tienen en las instituciones públicas y en nuestra capacidad colectiva de encontrar soluciones a los grave problemas que enfrentamos.

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