Benjamin Hill

El liberalismo vergonzante

El liberalismo no puede estacionarse en la autocrítica. Sin propuestas de adaptación a una nueva realidad, sin un plan a futuro, la autocrítica liberal no es más que una autoflagelación estéril.

Durante la reunión de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) celebrada la semana pasada en México, los presidentes Guillermo Lasso de Ecuador, Mario Abdó de Paraguay y Luis Lacalle de Uruguay, hicieron en conjunto un vigorosa defensa de la democracia liberal, al tiempo que marcaron un claro deslinde con los gobiernos autoritarios de Venezuela, Nicaragua y Cuba. Tal vez lo más notable de sus intervenciones no haya sido el valor que esos mandatarios mostraron al exponer su desacuerdo y preocupación por el endurecimiento de los autoritarismos intolerantes en la región; lo que más llama la atención fue ver a líderes políticos liberales hacer una declaración al mismo tiempo enérgica y serena a favor de la democracia y de principios liberales, como la separación de poderes, la libertad de expresión y el respeto a los derechos políticos de las oposiciones. No es frecuente en estos días ver una intervención en foros internacionales tan clara y contundente en defensa de la democracia y de las libertades como la que se presentó en la reunión de la CELAC. No es frecuente porque desde hace un tiempo parece que los liberales han renunciado a defender sus ideas.

La causa del liberalismo, sobra decirlo, no vive sus mejores días. El liberalismo no solamente está amenazado en múltiples frentes en el mundo por los populismos de izquierda y de derecha; también está en riesgo debido a que los liberales no han podido articular una defensa congruente que ayude a contener la embestida. Por un lado, parece que la dimensión autocrítica que forma parte inseparable del carácter liberal, ha conseguido hacer que el liberalismo hoy se vea a sí mismo a la luz de los reproches que se le hacen. Los ataques al liberalismo provenientes de ambos lados del espectro han logrado, por un lado, iniciar una reflexión que era necesaria sobre los errores de los gobiernos liberales; pero por el otro, también desarmaron la posibilidad de articular una defensa del liberalismo más agresiva, original y convincente. En lugar de eso, los intentos por proteger las ideas liberales de los ataques del populismo redundan en fórmulas cansadas y un lenguaje repetitivo y desgastado que fastidia y no convence. Así, armados de argumentos blandos que no han sido capaces de contrarrestar los ataques del populismo, los liberales renunciaron a defenderse y se han encerrado en sí mismos como si se avergonzaran de lo que son. Se convirtieron en liberales vergonzantes.

No hay duda de que el liberalismo necesitaba una sacudida y una autocrítica profunda. Los gobiernos liberales fallaron en identificar sus contradicciones internas. Tal vez la principal falla del liberalismo haya sido la discrepancia intrínseca entre la búsqueda de mecanismos democráticos de toma de decisiones colectivas y su convivencia con la economía de mercado, en la que no es la colectividad sino el individuo el que toma las decisiones; igualdad democrática por un lado y una visión de la economía como una arena de libertad individual. Con una creciente desigualdad económica, aumentó también el desequilibrio entre la menguada capacidad de una mayoría desposeída de incidir en las decisiones colectivas y el poder efectivo de un puñado de individuos con una riqueza desproporcionada. La doble promesa rota del liberalismo de construir una amplia clase media con igualdad política, se tradujo en la realidad en la precariedad de amplios sectores sin esperanza en el futuro y despojados de capacidad de incidir en las decisiones, lo que al final los hizo ser presa fácil de los demagogos.

Pero reconocer los errores del liberalismo no es suficiente. Si ha de tener futuro, el liberalismo no puede estacionarse en la autocrítica. Sin propuestas de adaptación a una nueva realidad, sin un plan a futuro, la autocrítica liberal no es más que una autoflagelación estéril. Es quedarse petrificado e inmóvil en el liberalismo vergonzante.

Los mensajes de los presidentes Lasso, Lacalle y Abdó son como un resplandor de luz en la oscuridad. No está en sus intervenciones el liberalismo que se avergüenza, que se lamenta en los errores del pasado y que se repliega; lo que vimos fue el liberalismo que da la cara y se enfrenta a la opresión y al abuso de los gobiernos autoritarios porque sabe que sus principios –democracia, Estado de derecho, libertades individuales y equidad– conservan su valor y sigue vigente la urgencia de defenderlos. Es cierto que lo discutido en la reunión del CELAC se da a nivel regional y que no va a cambiar una discusión que debe avanzar en el ámbito político global. También es cierto que no vamos a encontrar en los discursos de los tres presidentes una respuesta a las dificultades existenciales que enfrenta hoy el liberalismo. Pero es esperanzador el hecho de que pudimos ver en sus palabras un gran valor, contundencia y claridad inusuales sobre cuáles son los valores que defiende el liberalismo. Eso sin duda es una buena señal.

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