Benjamin Hill

Algunos dilemas sobre el lenguaje incluyente

La discusión académica sobre cómo el lenguaje influye en la forma de pensar de las personas, y de cómo esto ayuda a reproducir esquemas de discriminación de género, tiene unos 50 años.

La semana pasada se viralizó en redes sociales una discusión acerca del lenguaje incluyente. No es la primera vez que este tema se aborda en las redes de forma espontánea. En esta ocasión el detonante fue un video de una clase universitaria en Zoom, donde una de las personas asistentes pidió, visiblemente afectada emocionalmente, que no se le llamara “compañera”, sino “compañere”, la misma palabra pero con el género neutralizado. Lo que siguió fue una romería de burlas por un lado, y por el otro, mensajes de apoyo al derecho de esa persona de exigir ser aludida con neutralidad de género. Como suele ocurrir en discusiones de este tipo en redes sociales, hubo excesos de ambos lados que polarizaron la discusión. Muchos escépticos del lenguaje incluyente se volcaron a la burla antes de esforzarse un poco para comprender cuáles son las razones que hay detrás de quienes apoyan el uso del lenguaje incluyente. También fue evidente que muchos apoyadores del lenguaje incluyente se precipitaron al calificar a sus críticos como homofóbicos, intolerantes y misóginos.

A pesar de que este debate tiene cierto aire de actualidad, no es nuevo. La discusión académica sobre cómo el lenguaje influye en la forma de pensar de las personas, y de cómo esto ayuda a reproducir esquemas de discriminación de género, tiene unos 50 años. Un rústico e incompleto resumen diría que esta discusión plantea la idea de que el lenguaje favorece la representación mental de los hombres en ciertos roles sociales de autoridad (héroes, líderes, gobernantes), lo que facilita en los hechos su presencia en esas posiciones, en comparación con las mujeres. En segundo lugar, la inclusión del género femenino en el masculino en algunos idiomas, por ejemplo en pronombres o indefinidos masculinos (i.e. decir “todos” para incluir a lo femenino y lo masculino), invisibiliza a las mujeres, lo cual puede ser un factor que acentúa sus desventajas sociales. Más reciente es la discusión sobre cómo incorporar al lenguaje identidades que no desean ser relacionadas con lo masculino ni con lo femenino, o no binarias. En ese debate se ubica el reclamo de la sesión de Zoom acerca de exigir el uso de “compañere”.

Proponer un cambio en la forma en la que se usa un lenguaje, sobra decirlo, es una propuesta que se ve cuesta arriba, a pesar de las buenas intenciones. En un artículo muy citado en la literatura sobre este tema (Can Gender-Fair Language Reduce Gender Stereotyping and Discrimination?, Sabine Sczesny et al., 2016), los autores presentan una clasificación que divide a los idiomas en tres grupos: En primer lugar están las lenguas sin género, como el turco y el finlandés, en los que los pronombres y sustantivos propios no tienen género. Cuando se quiere expresar el género es preciso decirlo como atributo. Para ese tipo de idiomas, sería relativamente fácil adoptar criterios de lenguaje incluyente y no binario. En segundo lugar, los idiomas como el inglés o el sueco, en los que los sustantivos propios suelen ser neutrales y en los que la referencia de género se hace a través de los pronombres (she/he). En esos casos, el cambio se complica un poco más. Y en tercer lugar, las lenguas como el alemán, el francés y el español, en los que el género es gramatical, tanto los sustantivos propios y los pronombres suelen incluir atributos de género. Para esos idiomas, la adopción del lenguaje incluyente y neutro es mucho más compleja. En el caso del español, hacerlo un lenguaje incluyente implicaría una transformación de sustantivos, artículos, adjetivos y pronombres que a muchos les parecerá pesada y artificial. Su adopción generalizada podría generar confusiones en la comunicación, además de agravar los problemas de aprendizaje y comprensión de lectura.

De entrada, tiendo a simpatizar con toda propuesta que vaya en contra de la discriminación por cualquier causa, pero mantengo algunas dudas, no sobre la motivación que es legítima, sino sobre la practicidad y viabilidad del lenguaje incluyente, así como sobre sus posibilidades de generar un efecto real sobre el amplio problema que intenta resolver. Tal vez nos está distrayendo de los verdaderos problemas. Me preocupa que exista la intención de imponer de golpe el lenguaje incluyente por medio de reglamentos y leyes que por decirlo con claridad, estarían validando un acto fundamentalmente autoritario. Me preocupa además la conformación de campamentos de identidad, en donde se divida a las personas por la forma en que hablamos y escribimos; en donde estemos atentos al dime cómo hablas y te diré a qué grupo perteneces, y en que el lenguaje incluyente sea como el cimiento que sostiene una identidad que en realidad excluye y polariza, y que al final sea un nuevo pretexto para generar más división.

Pero por lo pronto, por respeto y solidaridad con quienes han sido discriminados, habría que darle al lenguaje incluyente el beneficio de la duda. Comprendo que es un tema importante para muchas personas y no creo que sea correcto burlarse de quienes lo utilizan. Su uso no me indigna ni escandaliza, y si me encuentro con alguien que quiere ser tratado con lenguaje incluyente y con pronombres no binarios como “elle”, no tendré problema en hacerlo.

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