Año Cero

Los juguetes rotos de la ilusión democrática

Este es el momento en el que Juan Carlos I tendrá que comparecer y rendir cuentas por lo que hizo. Pero también la historia exige ser justos.

Todo pueblo hijo de Dios que se aprecie, por naturaleza y genética, es injusto, ingrato y cruel. En la actualidad estamos asistiendo a la aniquilación del mundo que conocíamos. Un pequeño e insignificante virus acabó con la soberbia y el deseo de tener todo controlado por parte de los aproximadamente mil quinientos millones de personas que, teóricamente, dominamos e impulsamos el planeta. Además, esto coincide con lo que es la mayor crisis democrática que el mundo ha tenido en los últimos doscientos cincuenta años. Esta es la peor crisis desde que Thomas Jefferson y Montesquieu decidieron que era posible que los hombres fuéramos iguales, libres y con la capacidad de elegir casi de manera directa a nuestros gobernantes.

En Estados Unidos un mentiroso profesional ha puesto al sistema en entredicho. Con qué derecho moral Estados Unidos puede tener a alguien en la cárcel por el delito de perjurio mientras el primer despacho ejecutivo de la nación es ocupado por un maestro de la mentira. Conscientes del suicidio colectivo del que estamos siendo parte como países y como civilización, el cambio de los tiempos nos ha llevado a que todo lo que está pasando lo justifiquemos bajo el simple hecho de que las cosas cambian porque sí. El problema es que las cosas pueden cambiar para mal o para bien. Desafortunadamente pertenezco a una generación en la que los cambios políticos y sociales que han sucedido, en su mayoría, lo han hecho para mal.

Estados Unidos ajustará las cuentas consigo mismo y su historia el próximo 4 de noviembre, cuando esté decidido quién ocupará el Despacho Oval por los siguientes cuatro años. Además, se tendrá que ver cuáles serán las consecuencias morales de tener a hombres que en otros momentos tuvieron una gran trayectoria, pero que, por el poder contaminante de las presidencias, acaban estando rodeados por el fango de la inconsistencia, de la mentira y de la traición institucional.

En España, las crisis superpuestas –la económica, la política, la provocada por el Covid-19, la de las autonomías y la crisis de un gobierno que claramente no está a la altura– han precipitado la necesidad de revisar todos los errores cometidos en los últimos cuarenta años. Nunca en la historia de España había existido un proceso de mayor desarrollo, de estabilidad institucional y de mayor coherencia moral y social, como el que se produjo a partir de la Constitución de 1978. Ahora, con una parte muy importante de los españoles –entre catalanes y vascos– que no quieren seguir formando parte de su país, España también se enfrenta al final de los modelos de la coherencia y de la rectitud moral a la hora de gobernar.

La corrupción parece ser un elemento inherente a la condición humana y al ejercicio del poder. Naturalmente, nadie puede acusar a la reina Elizabeth II de ser una gobernante corrupta. Pero cierto es que su condición de ser la mujer más rica del planeta empezó a fraguarse desde sus antepasados y los miembros de su casa. Por medio de sus acciones bélicas, de gobierno y de la interpretación del botín obtenido en las guerras, la casa real a la que la reina de Inglaterra pertenece y bajo la cual gobierna su país posee el mayor patrimonio físico jamás obtenido por una familia.

Recuerdo con claridad cómo en el inicio de la década de los años setenta –cuando en ese entonces Juan Carlos de Borbón y Borbón sostenía el estatus de príncipe heredero y sucesor de puesto del dictador Francisco Franco– el ahora rey emérito de España se paseaba por Madrid repitiendo una frase: "yo no acabaré como mi cuñado vendiendo Rolls Royce en Londres". Él se refería a su cuñado, el exrey Constantino II de Grecia, quien vivía exiliado en Londres con limitados recursos económicos.

Juan Carlos I, que hizo lo imposible y que además fue el padre de la transición democrática, fue quien amparó la elección por la democracia la noche del 23 de febrero de 1981. Esa noche protagonizó un diálogo con el entonces ejemplar presidente de la Generalitat catalana, Jordi Pujol, cuando en medio del golpe de Estado el entonces rey de España le llamó a Pujol y le dijo: "tranquilo, Jordi, tranquilo", que esto lo arreglo yo. Efectivamente lo arregló, el golpe fracasó y la democracia se consolidó. Y a partir de ese momento, España pasó de ser el vagón de cola que era en la época de Franco y cuando África empezaba en los Pirineos a ser el país líder de la Unión Europea y del desarrollo económico.

A partir de la noche del 23 de febrero, el rey Juan Carlos I mantuvo unos altísimos niveles de respeto, aceptación y de consideración hacia su ejercicio –reinando mas no gobernando– según lo estipulado en la Constitución española. Es verdad que los reyes –que son otro tipo de fauna y de los que afortunadamente hay pocos elementos– entre ellos mantienen códigos y una manera de hacer las cosas que los demás jamás han entendido. Por ejemplo, recuerdo la existencia de una cadena importante de hoteles llamada Eurobuilding, la cual tenía como símbolo dos cabezas de águila que, según la creencia, representaban a los principales accionistas de esa empresa. Se presume que dichos accionistas eran el rey de Marruecos y el rey de España.

En un país que no era monárquico, Juan Carlos I consiguió que hubiese muchos 'juancarlistas', además de estabilizar el sistema político de una forma como no se había logrado en el pasado. Es verdad que las relaciones con los poderes económicos se las reservó, pero no para influir o actuar como intermediario de los gobiernos, sino para también de esta manera dar esa vitola o esa legalidad suplementaria que significaba ser un bien real o ser bien visto por la casa real.

Poco a poco se ha ido descubriendo que el rey no era perfecto y que, sin que aún se hayan podido comprobar delitos de corrupción, es cierto que tuvo una vida más allá de lo que el Estado español le pagaba y le permitía. Ejemplo de ello son los regalos emitidos a su examante, valorados en sesenta y cinco millones de euros, o el recibir presentes por parte del rey de Arabia Saudita, con un valor incluso superior a esta cantidad. Es un juego de reyes que sin duda afecta –no sé si al Código Penal español–, pero desde luego sí a la concepción democrática de los españoles.

Juan Carlos de Borbón y Borbón efectivamente no terminará como su cuñado vendiendo Rolls Royce en Londres. Pero la verdad es que después de haber protagonizado una gesta y tras haber hecho el mejor negocio –por mucho– de España en los últimos trescientos años, tendrá un final tal vez no ingrato, pero sin duda alguna sí triste y lapidario a manos de su pueblo. Gracias a su personalidad y habilidad para manejar su papel, como rey de España Juan Carlos I le dio a su país un lugar preminente en América. Para los presidentes latinoamericanos, así como para aquellos del primer mundo, tener una relación y poderse comunicar con la fluidez, la simpatía y la calidez que tenía el pasado rey español en el ejercicio de sus funciones fue algo muy significativo. El éxito de la transición española –junto con el lanzamiento y el éxito del periódico El País y la personalidad de Juan Carlos de Borbón– hizo que en el momento en el que toda la América que hablaba español buscaba la institución y la consolidación de sus libertades le diera a España un lugar privilegiado en las economías de América Latina. Un lugar de hegemonía en el continente que de ninguna manera se hubiera obtenido si sólo se hubiera tenido en consideración las capacidades financieras, económicas o el tamaño de la reserva de materias primas de España.

Una buena generación de administradores caracterizados por la simpatía y el éxito político al momento de tomar decisiones como lo fueron Adolfo Suárez, Juan Carlos I, Felipe González e incluso José María Aznar, consiguieron hacer de América Latina una cuestión de Estado. El resultado de esta relación –de la que sin duda Juan Carlos I fue una pieza fundamental– logró que cerca de 30 por ciento de los beneficios globales de los grandes bancos y de algunas de las grandes empresas españolas provengan de países como México, Brasil, Argentina, entre otras naciones del orbe latinoamericano.

En caso de que Juan Carlos I sea procesado –y aunque no lo sea– la simple manera de vivir que está teniendo el actual gobierno español ha puesto en duda la situación del país. Los extramuros del régimen –ahora milagrosamente convertidos en enclaves como son los independentistas tanto vascos como catalanes– acarician la idea suicida y pirómana de realizar un referéndum sobre la forma que debería adoptar el Estado español. Afortunadamente, después de los referéndums que cambiaron al mundo –o al menos Europa– la Constitución española no permitiría que sucediera algo así. Aunque hay que ser conscientes de que una manera de alimentar esa posibilidad –que hoy es legalmente imposible– radica en las posiciones que tienen los socios minoritarios del gobierno español. Para ellos, más allá del debate y del referéndum, lo que importa es la cuestión abierta entre monarquía o república, lo cual ya es un hecho.

Lo que más tristeza provoca –aunque para los enemigos de la transición y de la Constitución de 1978 es un regalo envenenado– es ver la figura de los Pujol, con Jordi a la cabeza, acusados de ser una familia que por veinte años desarrolló toda una política y asociación para delinquir y para robar a manos llenas mientras se ejercía el mando de la Generalitat. El mismo sentimiento está presente cuando se es testigo de cómo el antiguo rey de España se rompe la cadera por cazar elefantes en compañía de personas que no debía, al momento que éste aceptaba y daba regalos que para cualquier desempleado o para cualquier persona que no pertenezca a la órbita de los reyes son claramente excesivos e imposibles de explicar.

Este es el momento en el que Juan Carlos I tendrá que comparecer y rendir cuentas por lo que hizo. Pero también la historia exige ser justos, en el sentido de que es necesario tener en consideración todo lo que hizo y trajo, y no sólo juzgarlo por todo lo que se llevó.

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