Año Cero

Lo que el Covid-19 se llevó

Morir sin haber podido sonreír, ver, ni despedirte ni hacer ningún gesto entrañable a los que formaron parte del testimonio del que viviste, es algo que el Covid-19 nos ha arrebatado.

Vaya usted por delante, que entiendo que la verdadera tragedia del Covid-19 todavía no ha empezado. No estamos en los prolegómenos, sino que nos encontramos probando la capacidad destructora de un enemigo silente que está protagonizando el tiempo en el que vivimos. Es mi más firme convicción que esta situación no cambiará hasta que o bien nuestros cuerpos generen los suficientes anticuerpos para poder convivir con el virus –así como lo hacemos con otras enfermedades– o bien hasta que se descubra el tan ansiado antídoto que mate a este terrible enemigo. En cualquier caso, es hora de ir haciendo el recuento de todo lo que el Covid-19 se ha llevado durante su primera entrega.

I. NUESTRAS LIBERTADES

Durante cerca de trescientos años las personas estuvimos luchando por consagrar las libertades individuales y colectivas, siendo el triunfo supremo del sistema democrático quien facilitó eliminar todo tipo de limitación que nuestras libertades pudieran llegar a tener. El derecho a ser comenzaba por tener la libertad de decidir dónde te quedabas o hacia dónde te ibas, cuándo entrabas o cuándo salías, cuándo te movías o cuándo te parabas. El Covid-19, bajo el sacrosanto fin de mantenernos vivos, les dio a todos los gobiernos a la vez la capacidad de decretar nuestro arresto domiciliario sin ninguna capacidad de reacción. Con una única alternativa que era que quien saliera de su hogar, moriría y entonces para evitarlo, los gobiernos nos encerraron y nos dieron como fórmula suprema el lavarnos constantemente las manos.

II. NUESTRAS CERTEZAS

Hasta antes de que llegara el Covid-19, el mundo era previsible. Todos contábamos con un calendario de expectativas, necesidades, ganas y una serie de sistemas que nos permitían hacer o intentar hacer lo que quisiéramos, así como disponer de nuestro tiempo y de nuestra vida como pudiéramos dentro de los límites que cada uno tenía en el orden intelectual, económico, social o, en su caso, de acuerdo con las condiciones medioambientales.

Pero el coronavirus acabó con todo. De golpe, súbitamente y sin que nadie lo esperara, este virus nos convirtió a todos en personas que solamente cuentan con un calendario: aquel que las autoridades –en función del número de contagiados, muertos y por medio del uso de un semáforo semanal– establecen para decirnos quién, cuándo y cómo nos podemos mover y hacia qué dirección. Y lo que es más importante, ahora hemos dejado de contar con toda posibilidad de preparar –más allá que para la siguiente crisis del Covid-19– un diseño de nuestras vidas.

III. NUESTRA MOVILIDAD

Desde que tengo uso de razón, soy hijo de la capacidad de ir a todas partes y de tener en los activos de mi vida, como una prueba irrefutable de mi paso por este mundo, la posibilidad de conocer, viajar, moverme y ser testigo de cómo, con el paso del tiempo, los cielos se volvieron libres y cómo las fronteras fueron cayendo poco a poco. Ahora, este virus no sólo ha matado el concepto global de la movilidad, sino que se lo ha apropiado para sí mismo. Ha dirigido las fronteras, ha sacado a pasear lo peor de cada pueblo y nos ha enseñado que para evitar morir a causa de él, es mejor cerrarlo todo y cortar de tajo la movilidad, nuestra movilidad.

IV. NUESTRA FE EN LA CIENCIA

Hasta el mes de enero, en el que todos empezamos a oír rumores sobre las prácticas fallidas realizadas con murciélagos, la ciencia –junto con la evolución tecnológica– aparecía en el siglo XX y lo que llevamos del siglo XXI como la gran definidora y triunfadora del tiempo en el que vivimos. No había nada que la ciencia no pudiera conseguir o resolver. De hecho, en poco tiempo éramos –si es que eso es una virtud– capaces de superar nuestra condición de pobres mortales y dirigirnos a vivir en un horizonte de temporalidad vital más extendido de lo esperado. Hace cincuenta años, jamás pudimos siquiera imaginar que llegaría un tiempo en el que los seres humanos se pudieran jubilar a los sesenta años y seguir felizmente jugando golf hasta los ochenta y cinco años, además de gozar –con ayuda de la química– de una plenitud sexual.

El cáncer, todo aquello que nos atacaba y todo el índice de enfermedades de la humanidad han sido desplazados por el Covid-19. Y esto ha sucedido en un proceso si no de reversión, donde la ciencia ganaba la batalla, sí –y esto es muy importante – bajo un proceso en el cual al final conseguiríamos un equilibrio que nos permitiría oscilar más lento, envejecer con menos prisa y con una mejor calidad de vida. Todo eso lo vivíamos al mismo tiempo que éramos capaces de ver cómo, día tras día y momento tras momento, el clima nos ponía a todos en peligro sin mover siquiera una ceja, ya que al final alguien, sin saber bien de quién se trataría, se haría cargo y arreglaría la situación. Todo lo dejamos en manos de la ciencia. Pero la ciencia no contó con nuestra colaboración en ningún momento.

V. NUESTRA FE EN LOS ESTADOS

Mi padre, yo, mis hijos y todos le hacemos entrega al Estado de una cantidad de dinero en forma de impuestos. Impuestos que el Estado nos cobra a cambio de mantenernos seguros y no sólo en cuanto a nuestra integridad física, sino que también nos otorga una seguridad jurídica. Además, el Estado teóricamente nos ofrece un esquema de salud mismo que podrá, en cuanto lo necesitemos, acompañar el declive de nuestras vidas y hacer que nuestra batalla por vivir con calidad sea menos difícil, ya que ésta la hemos pagado previamente bajo cómodos pagos mensuales y esperando que este tipo de servicios esté disponible en el momento que lo pudiéramos llegar a necesitar.

No hay ningún Estado en el mundo que se libre. Ignoro cuánto le cobran a un chino por su seguro social o de gastos médicos, pero lo que sí sé es que en el llamado mundo occidental el fracaso y el colapso de los sistemas de seguridad ha sido general. Claro, se me podrá explicar que si uno piensa con seriedad en esta parte de la ecuación, no resulta muy tranquilizador que frente a las pestes modernas sigamos teniendo las mismas fórmulas que se utilizaban hace siete siglos. Es decir, no es esperanzador que aún siga vigente como única medida el lavarnos las manos y entrar en aislamiento.

Por otra parte, hace siete siglos no había tantos funcionarios, tantos hospitales ni tanta infraestructura pública de salud para salvarnos. Aunque también es una infraestructura de salud que en realidad no sé qué tanto nos esté ayudando y sirviendo para mantenernos vivos. Lo que sí sé es que esta crisis ha sido un test de estrés en el que más allá de que se haya triunfado en forma de desafío personal, el fracaso ha sido completo.

Reconozco la entrega de los profesionales de la salud al dar prácticamente su propia vida para procurarnos una vida mejor. Sin embargo, denuncio de manera expresa la estafa permanente, continua y recurrente del Estado al cobrarnos una protección social y de salud que no está en condiciones ni es capaz de garantizarnos.

VI. MI DERECHO A PENSAR SOBRE LA MUERTE COMO ALGO TRANQUILO

A menudo, los seres humanos olvidamos que todos nacemos solos y normalmente morimos solos. Sin embargo, el set de nuestra llegada y el personaje principal, nuestra mamá, son elementos olvidados pero que están presentes al momento de nuestra llegada a este mundo. Y en nuestra despedida, es el testimonio del amor que hayamos sido capaces de dar quien nos acompaña. Dicho de otra manera, morir sólo equivale a uno de los mayores fracasos que se puede tener en la vida. Y a pesar de ello, el Covid-19 también destrozó la creencia generalizada de tener derecho a una muerte tranquila y en paz.

No es sólo el hecho de que morir ahogado, sin aire y a pesar del apoyo de un ventilador, debe ser espantoso. Es que morir sin haber podido sonreír, ver, ni despedirte ni hacer ningún gesto entrañable a los que formaron parte del testimonio del que viviste, es algo que el Covid-19 nos ha arrebatado.

El coronavirus no solamente ha condicionado e hipotecado nuestras vidas, sino que también ha modificado nuestra relación con la muerte y nos ha impuesto un trauma del cual tardaremos muchos años en salir. Y es que, ¡oh paradoja de las paradojas!, este virus ha logrado que en el siglo XXI, el siglo de las comunicaciones y en el que todos podíamos estar conectados con todos en todo momento, nos ha quitado también este lujo. El Covid-19 nos ha privado de una de las funciones orgánicas del ser humano de este siglo con lo que significa quitarle todo tipo de comunicación por medio del uso del celular. Ahora, no sólo te mueres ahogado, sino que además mueres solo. Tan solo, que ni siquiera tu celular te acompaña en tu último suspiro.

Continuará…

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