Año Cero

Las hojas muertas

Si no conseguimos recuperar la capacidad de orientación basada en la recuperación medioambiental y en establecer un equilibrio social y de justicia en los sistemas democráticos, el futuro será otra hoja muerta.

Las hojas muertas se recogen con un rastrillo. Los recuerdos y las penas, también. Y el viento del norte se las lleva en la noche fría del olvido.

Jacques Prévert.

Soy partidario de usar las experiencias personales en estos artículos, aunque sólo hasta cierto punto. En este caso, y teniendo en consideración que vivimos en un momento en el que la experiencia que me ha tocado vivir en el lapso de dos semanas, desde dos de los principales imperios de la historia, sirve para ilustrar lo que –para mí– es claramente la agonía de los imperios y la conformación del nuevo mundo.

Por razones profesionales, hace unos días tuve que estar en Washington, DC, y tras pasar por el Capitolio estadounidense fui testigo de dos cosas que me preocupan y martirizan. Una de ellas es el olor de la decadencia, la soledad y lo silente que está la capital del imperio que en algún momento fueron los Estados Unidos de América. La otra cosa que me consterna es lo que representa el hedor de esa crisis encadenada durante muchos años, pero plasmada y personificada tras la llegada de Donald Trump al poder. Todo huele a un tiempo que fue y que –al igual que las hojas muertas– no se sabe cuándo volverá a florecer. Este año, la celebración de la primavera no será por el nacimiento de la flor de los cerezos japoneses regalados en 1912 por el alcalde japonés Yukio Ozaki y que, en la actualidad, están postrados a lo largo de National Mall en esa especie de sakura washingtoniano que son. No, este año las hojas están caídas y están muertas. Y lo están al ser un reflejo de lo que los países soviéticos sintieron en la década de los 80 –poco antes de la caída del Muro de Berlín–, cuando podían oler que su extinción, al igual que su fracaso histórico, estaba cerca.

Todos los que nacimos a mediados del siglo pasado somos hijos de las consecuencias de la sustitución de dos imperios que –coincidentemente– su lengua oficial es el inglés. Por una parte se encuentra el Imperio británico, que desapareció tras dos guerras mundiales, pero sobre todo que se desvaneció a manos de la historia y del subconsciente colectivo de Estados Unidos. Mientras que, por la otra parte, se encuentra el imperio estadounidense, el cual, a través de Franklin Delano Roosevelt, quien además se sentía como un participante más del Motín del Té y quien hizo de la desaparición del Imperio inglés –junto con vencer a Hitler– su principal objetivo político, sustituyendo la hegemonía inglesa por la estadounidense.

Como es sabido, el impuesto del té establecido por parte de la Corona Británica hacia las Trece Colonias fue el elemento causal que incendió la sistematización de la historia para terminar forjando la Independencia de los Estados Unidos de América. John Adams, Benjamin Franklin y sus demás compañeros –entre los que especialmente destaca Thomas Jefferson– aprovecharon la circunstancia y llevaron lo que era una reivindicación económica y de trato a la lucha final por la libertad y el derecho a ser. Esto significó el principio del fin del mejor y más extenso imperio que el mundo había conocido desde el Imperio romano, es decir, esto supuso el inicio del fin del Imperio inglés.

Siempre he tenido la necesidad de entender en qué momento las historias pasan a ser parte del pasado. Siempre me ha interesado saber sobre cuándo la historia pasa a convertirse en un instrumento que ya no tiene futuro y cuyo final –al igual que la desembocadura de los ríos en los mares– es el cambio histórico acelerado. La pandemia, junto con los acontecimientos de relevancia que han sucedido desde que empezó el siglo 21, lleva el rumbo del río de la historia que conocimos para desembocar en un mar compuesto de nuevas realidades y de elementos que nunca antes habíamos imaginado.

Hoy, Washington es una ciudad de sombras. Washington, una ciudad inspirada en la Atenas que en su momento fue la más importante esencia democrática, o en la Roma donde la República estaba por encima del César. Washington –ciudad ejecutada e ideada de manera impresionante por arquitectos e ideólogos masones– es hoy una ciudad muerta donde uno puede escuchar las pisadas en un firme que ya no está acompañado ni por carreras ni por ilusión. Todo está suspendido y sostenido sobre las alambradas que separan la rotonda de Union Station y el sendero que lleva al Capitolio estadounidense. Un sendero que, para atravesarlo, es necesario pasar por tres controles militares para finalmente poder acceder al edificio que fue mancillado el pasado 6 de enero por parte de las hordas trumpistas.

En cierto sentido, el 6 de enero el Capitolio ardió –al igual que en su momento sucedió con el Reichstag alemán–, y lo hizo básicamente porque el sistema se siente incapaz de garantizar su propia seguridad. Y mientras descubren los límites y posibles consecuencias de la actuación política y penal de Trump, todo se encuentra bajo una falta de libertad y bajo la sacrosanta necesidad de proteger a los congresistas y senadores estadounidenses. Mientras tanto, poco a poco, se va consolidando la destrucción sistémica y diaria de las esencias que le dan legitimidad al sistema de gobierno de un país. Y es que, por más que cueste aceptarlo, el Congreso estadounidense ya no es defendido por el pueblo. Ya no lo defienden los votos que lo conforman. Ese Parlamento, que a su vez –después de Westminter– es el más importante de los que hay en el mundo, está siendo defendido a golpe de bayoneta por un Ejército contra su propio pueblo.

El gobierno de Joseph Biden tiene muy poco margen de maniobra para terminar siendo, o bien un gobierno prudente o un gobierno débil y fracasado. Una de las cosas que determinarán esto será cuando el juez Merrick Garland se convierta en el fiscal general de los Estados Unidos de América. Y es que cuando esto suceda, Garland tendrá que decidir si los delitos comunes cometidos por el ahora ciudadano Donald Trump son superiores a los delitos políticos perpetrados por el antiguo presidente Trump y, posteriormente, decidir si proceder contra él o no. Si hay un error de cálculo –sea por exceso de dureza o por debilidad–, la situación se llevará por delante al sistema estadounidense.

Mientras los demócratas hablan y tratan de establecer una relación basada en el bipartidismo, los republicanos cada día se esconden más y se dan a la tarea de dinamitar el sistema electoral. Un puente que está suspendido en el vacío por dos pilares no se puede mantener siendo útil si uno de éstos opta por dejar de ser el sostén del mismo puente. Y eso es exactamente lo que está sucediendo. O el Estado toma la iniciativa y recupera el principio de autoridad democrática sobre la actuación de los trumpistas o las hordas lideradas por Trump habrán conseguido quemar el Capitolio y lograr lo mismo que Adolf Hitler hizo en su época, es decir, establecer un poder autoritario en su país.

En la actualidad, Inglaterra es un país que se está reinventando y he de confesar que de todos los países en los que he estado durante la pandemia, es el que más seriamente se ha dado a la labor de evitar el contagio del Covid-19. Si usted quiere vivir una experiencia sobre lo que significan las consecuencias hasta las últimas instancias de la pandemia, visite Inglaterra. Aterrice en el aeropuerto Heathrow, haga las largas filas, prepare y haga los tests de manera previa y lleve de forma ordenada y correcta sus papeles ya que, de lo contrario, después de varias horas de espera usted podrá ser retraído al principio de la fila hasta que todo esté en orden y sea aceptado por las autoridades británicas. El sistema impuesto por el gobierno inglés es uno que está basado en la muerte de la sociedad. Las calles de Londres, por razones distintas, están tan vacías como las de Washington. No hay nada ni nadie, pero, sobre todo, hay cero tolerancia con lo que significa la concentración de más de tres personas. Los británicos están buscando establecer un orden social basado, sobre todas las cosas, en evitar la expansión de la pandemia. Lo que están haciendo es tomarse en serio la situación, buscando utilizar en un futuro cercano el presupuesto nacional y todos sus recursos para reparar las heridas económicas y sociales que esta terrible crisis ha ocasionado.

La suma de la impecable política de internamiento –unida a la política de la difusión de las vacunas– tan estricta, promovida por el gobierno británico, y la política de preservación estadounidense tras lo sucedido el 6 de enero, están provocando unos resultados espectaculares. Y lejos de tener una tentación de modificarlas, en el caso de los británicos se ha tomado la decisión de establecer un plan organizado en cuatro fases que no iniciará su desescalada, por lo menos, hasta abril. La situación actual de Estados Unidos y de Gran Bretaña –cada uno con sus características particulares– no representa otra cosa más que las hojas muertas de los imperios que en algún momento fueron.

Dos ciudades, Washington y Londres, permanecen muertas. Una lo está por miedo, mientras que la otra lo está por llevar hasta la última consecuencia el intento de atajar una pandemia –que será la primera de muchas– y que tiene un origen común: hemos destruido a la Madre Tierra y la Madre Tierra nos está presentando una factura por cobrar. Esa factura está basada en el hecho de que no podremos sobrevivir manteniendo el ecosistema que necesitan nuestros cuerpos si les continuamos negando los nutrientes que obtenemos dependiendo de la calidad del aire que respiremos. Los gobiernos que no entiendan el hecho de que hoy contar con energías más limpias y con un sistema energético optimizado que busque combatir la contaminación son parte de una política social y sanitaria sin alternativa, estarán fracasando en la labor de construir un mejor futuro. Y es que, o tratamos de ganar tiempo buscando soluciones para hacer frente a los futuros desafíos o terminaremos por consolidar la destrucción y el desvanecimiento del lugar en el que vivimos.

Mientras tanto, el viento del olvido se va llevando a los imperios que fueron. Y nuestras pisadas –las de los que aún afortunadamente seguimos vivos– suenan únicamente en nuestro interior. Si no conseguimos recuperar la capacidad de orientación basada en la recuperación medioambiental y en establecer un equilibrio social y de justicia en los sistemas democráticos, el futuro –al igual que los dos imperios que fueron y ya no son– será otra hoja muerta.

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