Año Cero

La vida es mujer

Hemos llegado al final y a un punto en el que estamos tocando fondo. Y lo que es más preocupante es que en este momento la violencia, el luto, la frustración y la sangre lo inundan todo.

Son tantas y tan diversas las situaciones de crisis en el mundo actual que resulta muy difícil diferenciar –ya no digamos lo bueno de lo malo– el grado en el que una situación es objetivamente peor que otra. En este momento de transición múltiple hay un factor que ha llegado a tal punto que es imposible de ocultar, ya que se multiplica por todas partes y sin distinguir entre pequeños o grandes países, y es que los Estados, al igual que los partidos políticos, están en crisis.

Los gobiernos administran ilusiones que no llegan a durar más de cien días, ilusiones que si acaso duran unas cuantas horas, cuando durante las campañas y sus primeros momentos de gestión, se plantea la forma en la que se aplicará el poder. Mientras tanto –una y otra vez– la frustración, el fracaso, la ausencia de una dirección clara y las horas oscuras inundan nuestras perspectivas y nuestros entornos por doquier.

Sabido es que, al principio, el éxito del fracaso de cualquier política y de cualquier Estado pasa por ser capaz de mantener vivos sus componentes. También se sabe que el éxito de cualquier sociedad se da cuando los excesos y los abusos tienen un límite establecido y existe una esperanza, aunque sea lejana e imposible, de que los malos terminarán pagando sus fechorías y los crímenes cometidos. El problema surge cuando el principio más importante de todos, que es mantenernos vivos, comienza a fallar. Y cuando esto sucede, empezamos a tener que violentar todos los días el sentido común de nuestras vidas con el objetivo de colocar los suficientes argumentos para preservar nuestra vida frente a quienes están en el poder.

Con respecto a lo anterior, cuando el número de personas o específicamente de mujeres muertas al día es cada vez mayor, en ese momento surge una crisis que va mucho más allá de lo político, que es incluso más profunda que una crisis social y que no para hasta convertirse en una duda y en una situación existencial.

No hay que confundir la responsabilidad de quien, ya sea por incapacidad, deshonestidad o maldad, ha permitido que este tipo de situaciones se produzcan con los argumentos sobre que no importa quien critique a quien lo permitió, no importa por qué pasó, lo que importa es evitar que siga pasando. Día tras día, en muchos casos vamos siendo testigos de cómo los políticos y los gobernantes se encierran, primero, en su falta de responsabilidad bajo el argumento de que ellos no estaban cuando eso sucedió ni cuando se sentaron las bases del problema. Y, segundo, en la maniobra que tienen por conseguir tiempo –aunque no se sepa muy bien para qué–, y a pesar de que el uso de este no permita tener ningún dato favorable sobre algo tan elemental como es el mantenimiento de la vida.

Las crisis institucionales por las que estamos pasando nos afectan a todos. Pero ya no sólo nos afectan como organización de gobierno en cada país, sino que superan las tendencias y colocan los gritos del desequilibrio social, de la frustración, de la violencia, del robo o de la incapacidad de defender nuestra vida. Poniéndonos en una situación en la cual hoy emana la indefensión de la sociedad y que, si no se hace nada al respecto, el día de mañana rezar será la única alternativa que tendremos para evitar nutrir la estadística de la desgracia o del crecimiento de muertes semanal.

Hemos llegado al final y a un punto en el que estamos tocando fondo. Y lo que es más preocupante es que en este momento la violencia, el luto, la frustración y la sangre lo inundan todo. Por eso resulta tan complicado poder valorar lo bueno, ya que en medio de esta situación ni siquiera es posible apreciar la decisión de la lucha contra la corrupción, ni los elementos positivos que se van produciendo a la par. Porque al final los gritos desgarrados encierran una situación donde se pierde la sensibilidad frente a la muerte, el abuso, el secuestro y la violación, desarrollando sociedades crónicamente enfermas que sólo tienen tiempo para sufrir y muy poca capacidad de reinventarse.

Estamos en un periodo de supervivencia, que deja atrás las encuestas y las ofertas políticas. Es un momento en el que necesitamos recuperar el principio fundamental de todo, que es tener una mínima garantía de que el día de mañana seguiremos vivos. Y no es porque esté dramatizando, es que la situación en sí misma ya es dramática. Más bien, lo que quiero es que a partir de este momento nos enfoquemos en pensar que alguien, en algún lugar –además de defenderse, atacar, llorar y de lamentarse– está comenzando a hacer su trabajo para que mañana haya un muerto menos en la estadística y que el número de mujeres violadas, asesinadas y secuestradas sea cada vez menor.

La vida es mujer. El problema con relación a las mujeres, no solamente en México sino también en países como España y otros, es que la situación ha llegado a un límite claramente insoportable e intolerable. El problema no radica en no entender el dolor, la desesperación y la angustia. Tampoco está en exigir que alguien arregle en unos meses una situación que tardó años en llegar al punto crítico en el que se encuentra actualmente. El problema está en tener por lo menos una sensación de paz, de solidaridad, de piedad y de conmiseración en lo que significa el desgarro del asesinato de nuestras madres e hijas.

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