Año Cero

Jugando con fuego

No hay que olvidar que nunca antes hubo un presidente como Donald Trump. Y nunca ha habido un mandatario estadounidense más cerca de tener un pie en la cárcel.

Se cruzan las apuestas. Todo el mundo quiere saber si formaremos parte del Nuevo o del Viejo Testamento. El desenlace, ¿será ojo por ojo? O, ¿haciendo uso de la antigua institucionalización de lo que en algún momento llegó a ser Estados Unidos? Joe Biden, ¿perdonará todo lo imperdonable de su próximo predecesor, Donald Trump? La moneda está al aire, los personajes han emitido sus apuestas y mientras esto sucede, Trump se ha puesto a jugar con fuego. Por el bien del mundo espero que en lo que se emite un ganador final y definitivo, alguien le quite la caja que –por el poder que la Constitución de Estados Unidos le otorga– sólo Donald J. Trump puede utilizar. Una caja que –además de tener un botón capaz de lanzar un misil nuclear– también funge como un arma de destrucción masiva con la capacidad de atentar contra las instituciones estadounidenses mismas, destruyendo todo a su paso y sin dejar rastro alguno. Y es que Trump en estos momentos está aplicando a rajatabla el viejo principio dicho por el exsecretario de prensa, Robert Gibbs, "la mejor manera de ocultar un cadáver es desencadenar una guerra".

Primero, nadie le ganó. Las elecciones se las robaron. Segundo, no es un delito el hecho de que él no pague impuestos, lo que es un delito es tener un Estado tan débil e incapaz para no cobrárselos. Para Trump, todo aquel que haya puesto por encima suyo el cumplimiento institucional y constitucional, debe de ser liquidado. En estos momentos, los altos funcionarios de Washington admiran con vieja nostalgia a los políticos latinoamericanos, italianos o indios quienes atentan contra las leyes y no pasa nada. Y mientras tanto, el resto del mundo, sin entender nada. Los demás países sólo son capaces de digerir el hecho de que existe un presidente perdedor y tramposo –característica que siempre lo ha definido y que era uno de sus encantos– que en el momento de la derrota decidió no reconocer la voz de las urnas.

Thomas Jefferson, Abraham Lincoln, George Washington, es como si no habéis existido. Pero, la duda que sigue sin poder ser resuelta, ¿qué pasará a partir de aquí? Primero, pido y suplico fervientemente que pueda pasar una semana sin que tenga que escribir ni de Donald Trump ni del Covid-19. Segundo, hago una petición para que mis hijos y mis nietos puedan seguir teniendo la fe –de una manera o de otra– sobre que la democracia es el menos malo de los sistemas. Y al final, espero que siga la creencia de que el crimen siempre paga… pero no siempre manda.

¿Cómo estarán entendiendo el resto de los países la resolución tan sorprendente y novedosa del llamado caso Cienfuegos? O, más bien, ¿la ausencia de un caso Cienfuegos? La ley es ciega, en muchas ocasiones sorda y otras muchas veces también es inútil. Pero al final del día escrito está –hasta en las paredes del Congreso estadounidense– que si hay un delito no existe ni nada ni nadie en el mundo que permita que éste quede sin castigo. A fin de cuentas, el imperio de la democracia es el imperio de la ley. Sin embargo, declaraciones que parecían bravatas han terminado convirtiéndose en admoniciones muy importantes. Y otras preguntas que, tras lo sucedido recientemente, han quedado al aire.

El canciller mexicano Marcelo Ebrard se preguntaba qué es lo que pasaría si nosotros hubiéramos detenido al encargado de la DEA. ¿Se habría tratado de una amenaza encubierta o exactamente qué hubiera significado? Y en ese sentido y habida cuenta de que por los últimos cuarenta años en la política antinarco no sólo responden los oficiales ni los funcionarios del gobierno mexicano, sino también sus contrapartes estadounidenses, que alguien me expliqué cómo es que hemos llegado a un punto en el que es posible pervertir una manzana a la mitad sin que la otra mitad se contamine.

Desde la muerte de Kiki Camarena, la política contra las drogas en México se ha convertido en un amasiato completo. Se nombra a los oficiales, se les castiga, se descubren los cárteles, se hacen listas de culpables y todo esto se realiza de manera conjunta con el gobierno estadounidense. Algún día sabremos –ya que todo termina por saberse– cómo fueron las frenéticas cuatro semanas para el almirante Vidal Soberón, persona de tanto prestigio y credibilidad para unos Estados Unidos, que creyeron descubrir en un general secretario al 'Padrino' de todos los 'Padrinos'.

Pero en realidad, ¿hasta dónde llegan los tentáculos del monstruo o cuántas cabezas tiene esta medusa? Y digo cabezas porque no se trata de cortar con un tentáculo y seguir con los otros, sino porque –repito–, lo haga como lo haga y lo mire desde donde lo mire, nunca existió una política individual entre el gobierno mexicano y el estadounidense con relación a la lucha contra las drogas. Siempre fue una actuación conjunta y, en consecuencia, tal vez nos quedemos sin saber –o tal vez no, por el trabajo de la Fiscalía mexicana– quién era el socio del también conocido como 'El Padrino' y quién hacía las ofertas que en este caso no se podían rechazar.

Bien está lo que bien acaba. Lo que es importante saber es qué es lo que está acabando. También es importante identificar por qué se acaba y si de verdad un país que era el epítome de la seriedad como Estados Unidos, se puede permitir el lujo de tener un presidente dinamitando instituciones y a una DEA que simplemente detiene a oficiales en retiro acompañado de sus nietos y su esposa, por si acaso o simplemente porque ellos creían que tenían que hacerlo.

Ha llegado el momento de recuperar las certezas y la seriedad. Mientras tanto, nadie le quitará los momentos vividos al general Cienfuegos no solamente de ser esposado, sino de haberlo sido delante de sus familiares más cercanos. Efectivamente, México tiene una deuda con Estados Unidos, que es investigar bien esta causa. Y Estados Unidos tiene una deuda con México y con el general Cienfuegos –si es que no se prueba– de por lo menos pedir excusas. Y por cierto, Cienfuegos ya juró y se comprometió públicamente de nunca volver a Estados Unidos. Aunque no parece probable que una visita a Disneylandia estuviera en su calendario familiar.

Este momento está siendo una gran lección para todos, que además sucede en medio de una hecatombe como la actual y de la que no se tiene recuerdo alguno. El futuro presidente Biden sigue avanzando en medio de un proceso que comenzó –no hay que olvidarlo–, en vez de hablándole a las masas, dirigiéndose a los coches estacionados por causa de la pandemia en un estacionamiento de Wilmington, Delaware. Esto lo hizo bajo un discurso que busca demostrar que el poder es –o debe de ser– sinónimo de respeto, templanza y seriedad.

En los juicios –los previos y los que vendrán– no hay que olvidar que nunca antes hubo un presidente como Donald Trump. Y nunca, salvo en el caso de Andrew Johnson –quien fue el sucesor de Abraham Lincoln, además de ser el primer presidente en ser enjuiciado políticamente y que estuvo a un voto de perderlo y ser culpable– ha habido un presidente estadounidense más cerca de tener un pie en la cárcel. Cuando un presidente sabe que a las 12:01 del 20 de enero los que le han protegido le pueden detener, puede perfectamente tener el síndrome ya no sólo de ocultar el cadáver en medio de una guerra, sino que, como hizo su antiguo referente Nerón, de hacer que arda todo. Y es que a fin de cuentas, el Capitolio, National Mall y en general Washington, es un reflejo de lo que algún día fue Roma, Atenas y sobre todo lo que, con ayuda de Dios, pudieron ver como grandes arquitectos los maestros masones que hicieron el diseño de la ciudad. Y mientras todo esto pasa, Estados Unidos –es decir, el mundo– juega con fuego.

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