Año Cero

Contra los gobiernos

En el segundo proceso en que se absolvió a Trump, se pasó de hacer prevalecer lo que se entiende como bien público, a no castigar el asalto al Capitolio estadounidense.

Hubo un tiempo en el que, en política, para proteger las instituciones y para perseguir a los que buscaban dinamitar la estructura de los Estados, el trabajo principal era encontrar dónde anidaba el huevo de la serpiente. Esa serpiente que representaba el terrorismo, el anarquismo, la destrucción del orden conocido y que alimentaba posiciones o ideologías extremas –como lo fue el fascismo o la extrema izquierda– que tenían un objetivo claro: acabar y liquidar lo que existía.

Hoy, con lo que significó la absolución de Donald Trump en el Senado estadounidense, a cargo de sus víctimas del futuro –empezando por el propio senador Mitch McConnell, quien culpó a Trump de la insurrección social del pasado 6 de enero, pero que aun así votó para declararlo inocente– se olvidaron de que el origen de toda ley consiste en la vocación indeclinable de asegurar el ordenamiento social en todo momento. En el segundo proceso en que se absolvió a Trump, se pasó de hacer prevalecer lo que se entiende como bien público, a no castigar las escenas del asalto al Capitolio estadounidense.

En esta ocasión no se buscaba luchar contra las consecuencias de una crisis económica, como sucedió el 15 de mayo de 2011 en España, cuando miles de jóvenes ocuparon y durmieron durante días en la Puerta del Sol, esa plaza tan emblemática de España –o lo que queda de ella–, después de pasar por la batidora de la historia. En España, el intento separatista –cada vez más exitoso– de Cataluña y la crisis del modelo de Estado que cada día que sucede, con cada foto, con cada comentario y con cada desvinculación popular de la monarquía, coloca al modelo de gobierno español en un camino sin salida y con muchas dificultades y retos para continuar siendo el tipo de organización política predominante en el país.

No tiene nada que ver un rapero condenado a una pena de nueve meses por "enaltecimiento del terrorismo e injurias a la Corona y a instituciones estatales", en un sistema innegablemente democrático y tan imperfecto –como cualquier democracia, como es el caso Pablo Hasél en España, con lo que significa volver a oír el rugido–, por el momento aún parcial –de las masas por las calles que al unísono exigen: "monarquía fuera"–. Pero, contrario al caso español, el 6 de enero del presente año, lo que los insurrectos guiados –directa o indirectamente– por Trump buscaban era regresarle el trono de la Casa Blanca a su líder.

Los Campos Elíseos en París, los sitios emblemáticos que marcaron el triunfo de las democracias o el desfile de los ejércitos invasores han sido los testigos del mismo fenómeno en común: los pueblos están contra sus gobiernos. No les inspiran confianza. No creen que les sirvan. Consideran que representan una estructura social y jurídica que en el fondo es su enemigo y es la culpable, si no de la pandemia, sí de todos sus demás males. Y todo esto se da en un momento en el que el hecho de juntarnos más de seis personas puede ser mortal, pero que aun así miles de personas se tiran a la calle sin ninguna mascarilla ni mental ni física ni en cuanto a sus comportamientos, simplemente para atacar el orden establecido.

Ya da igual quién enciende la mecha. Da lo mismo la pregunta de cómo hubiera sido Hitler si no hubiera tenido el arma secreta que supuso dirigir el odio contenido de los alemanes hacia la matanza brutal de los judíos. Lo que en ese momento era cierto, lo que importaba, lo que venía después de la dialéctica y antes de las leyes antisemitas de Núremberg para lograr realizar el genocidio que fue el Holocausto, fue la quema del Reichstag y todo lo que éste representaba. La quema del edificio, que en su tiempo fue la sede del Parlamento de la República de Weimar, no solamente significó el desvanecimiento de un recinto parlamentario, sino que, sobre todo, significó la destrucción de la Constitución, las leyes que amparaban a un país y la quema de lo que esto significa en los cerebros y en los corazones de los pueblos.

Sólo hay una cosa que une a cualquier dictador en potencia o en la práctica que esté gobernando o que quiera gobernar: muchas partes de los pueblos actuales ya no sólo han dejado de querer a sus gobiernos, sino que también rechazan el ordenamiento jurídico que los sostiene. El asalto al Congreso estadounidense es un punto culminante, pero lo es sostenido no por un momento de locura colectiva que hizo que los manifestantes ocuparan los dignos salones por los que ha paseado la mejor, más larga y fecunda experiencia democrática de la historia, sino que el asalto el Capitolio marca el deseo, la rabia y la ira –ya no contenida de los pueblos– contra sus gobiernos.

Este hecho está produciendo la enorme paradoja de que los presidentes elegidos dentro de la estructura de la creación de los gobiernos sean los principales dinamizadores de la destrucción de los Estados. Esta paradoja se entiende desde una situación en la que, a pesar de que su máxima misión es defender al Estado, estos líderes están teniendo como principal objetivo el aniquilamiento del mismo Estado. Por eso, la realidad que ellos cuentan –o contaban– en forma de un tuit, o bien en forma de comparación mañanera, sustituye la realidad y lo hace porque esa comunicación está construida sobre la base de que ellos mandan en los Estados. Pero también ellos están gobernando una transformación basada en hacer desaparecer la razón por la que llegaron a ser presidentes.

La historia nos ha mostrado cómo se gestan y producen las revoluciones. A este respecto, siempre he pensado que la historia tiene una manera de alinearse que es sistémica y una explosión que siempre es casual o aleatoria. La coincidencia de los levantamientos actuales, la ocupación del Congreso de Estados Unidos por un presidente que deliberadamente siguió haciendo lo que hizo durante todo su mandato, es decir, mentir, y por un presidente que sabía que había perdido las elecciones, pero que también era consciente de que tenía un pueblo rabioso detrás de él, capaz de hacer lo que fuera, fue lo que finalmente produjo el asalto del lugar. Sin embargo, el intento de Joe Biden como viejo político del sistema de que los dos partidos, la esencia misma de la historia de Estados Unidos, condenaran políticamente el comportamiento de Trump, fracasó el pasado 13 de febrero.

Los republicanos no se atrevieron a condenarlo. Creen que los votos de Trump son votos superiores a los que tiene el mismo Partido Republicano, y se sienten rehenes del golfista de Florida. Trump no perdió el tiempo. Inmediatamente después de que se cancelara por segunda vez el impeachment en su contra, anunció que lo mejor aún estaba por venir. Y como una probada de esto pidió la cabeza de Mitch McConnell, el senador que hasta el pasado 20 de enero había sido jefe de la mayoría en el Senado, pero sobre todo el cómplice intelectual y fáctico ideal –junto a Lindsey Graham– para desarrollar las mayores aberraciones y aciertos de la política trumpista en los últimos cuatro años.

Ha llegado la hora de Joe Biden y en Estados Unidos ha llegado la hora de la legalidad. Con independencia de cuál sea el momento procesal de las investigaciones de la Fiscalía Sur de Nueva York sobre los delitos de falsedad o misleading fiscal que tenga acumulados el viejo especulador de Wall Street, el sistema penal estadounidense –no el político–, es decir, la justicia, ahora tiene que contestar la segunda gran pregunta que plantea Donald Trump. Ya sabemos que en Estados Unidos mentir ha dejado de ser un delito. También ya somos conscientes de que las víctimas que hay por perjurio en Estados Unidos son víctimas con derecho a la libertad inmediata, ya que –y esta es la gran cuestión por resolver– si están en la cárcel por mentir, ¿qué se puede pensar de un sistema donde la mentira institucional promovida desde el primer despacho ejecutivo del país se queda sin consecuencias?

Pero ahora viene la verdadera prueba de fuego: si por inflamar los ánimos, por hacer dirigismo político –que no se diferencia en nada con lo que en su momento fue la violencia orientada hacia los que tenían la piel más oscura por parte del Ku Klux Klan o con las acciones que llevaron a la creación de la Ley Lynch– uno es capaz de salir ileso y sin consecuencias, ¿qué sucederá a partir de aquí? Empezando por los cinco muertos que costó el 6 de enero el calentón social promovido por Trump, debemos cuestionarnos, ¿esos muertos tampoco serán vengados ni tendrán justicia? Los muertos producidos por un calentamiento social, ¿para Trump son muertos amnistiados desde el principio?

Es la hora de la justicia. La justicia que le aplican a usted, a mí y a cualquiera en Estados Unidos y –con suerte– en muchas otras partes del mundo. En un momento en el que los pueblos están en contra de los gobiernos, la gran pregunta es si en realidad siguen existiendo los Estados Unidos de América creados y defendidos por los padres fundadores, y si el sistema de justicia sigue siendo como han enseñado en tantas películas y escrito en tantos libros, presumiendo que en territorio estadounidense nadie está por encima de la ley. Pero, ¿todo esto también aplica si te llamas Donald Trump?

En medio de la borrachera de comprobar que no existía ninguna diferencia entre la Quinta Avenida de Nueva York y el estudio donde él grababa su programa El Aprendiz, en plena campaña de 2016 Trump hizo una declaración extremadamente peligrosa. Ese día, el 27 de enero de 2016, Trump dijo que era tan popular y le iba tan bien que "podría pararse en mitad de la Quinta Avenida a dispararle a gente y no perdería votantes". Ese momento llegó. No fueron sus manos, pero sí fueron sus palabras y cinco personas murieron.

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