Año Cero

Choque de trenes

Entre México y EU es necesario buscar responder si, en realidad, el TMEC es la herramienta idónea para formular una política ambiental en conjunto y que sea eficiente.

Durante mucho tiempo, los politólogos y los responsables de los gobiernos –especialmente de México– hacían análisis para determinar cómo les iría con el cambio de presidente y de administración en Estados Unidos de América. En cuanto a México, este año no es como todos los demás: excepcional, nuevo, misterioso y que permite hacer apuestas sobre cómo se llevarán los dos gobiernos. Nunca antes, o por lo menos hasta donde tenemos memoria, se había producido un cambio de administración en Estados Unidos con unas características tan políticas como psicológicas y con la relación tan particular que hubo entre el presidente saliente –sin duda alguna el hombre que más ofendió, humilló y menospreció a México–, y el presidente que se queda, que es en este caso el mandatario más votado de la historia del país, Andrés Manuel López Obrador.

En Estados Unidos y en México, toda la cohorte relacionada con el análisis del comportamiento de los dos países y del poder cruzaron apuestas sobre cómo sería la relación entre Trump y López Obrador. Entre el máximo representante de la contundencia y la llegada al poder de alguien conocido o calificado como populista, que, además de buscar la reivindicación de la soberanía natural y nacional, y de defender al país de lo que él siempre denominó "las mafias del poder", parecía que, en esencia, López Obrador era un enemigo natural de los valores e ideales estadounidenses, y específicamente del Partido Republicano.

Pero en la vida hay que ser creyente, los milagros existen. En contra de todas las apuestas y arrollando todos los miedos, López Obrador no sólo se entendió con un presidente con las características de Trump, sino que, inconscientemente y con su aparente cercana relación, pareciera que también le dio gracias al comportamiento del Trump del muro; del Trump de la separación de los padres y de los hijos; y del Trump que consideraba a los mexicanos como un objeto o una raza a la que podía llamar violadora, drogadicta o asesina y, al mismo tiempo, considerar amigo al caballero que es nuestro presidente actual. Difícil, pero pasó. El muro se siguió levantando y en el fondo nunca hubo un cambio de percepción hacia lo que se pensaba.

En los últimos cien años todos los presidentes estadounidenses han pedido lo mismo a su contraparte mexicana: cerrar la frontera sur. Ninguno quiso hacerlo. El hecho de haber logrado que hubiera una coincidencia de mandatos, y a pesar de ser la antítesis el uno del otro, la relación entre Trump y López Obrador produjo algo que nunca antes se había dado. López Obrador cerró la frontera sur y le dio a Estados Unidos lo que nadie más le había dado. Aunado a esto, y bajo la necesidad de reiterar lo bien que nos había ido en la relación comercial, el acuerdo, que inició como uno de los últimos actos de la presidencia de Enrique Peña Nieto, terminó por formalizarse y entrando en vigor bajo el mandato del actual presidente mexicano, el TMEC. Este tratado entró en vigor tras haber sido previamente ratificado por el Congreso estadounidense y recogía las complejidades y los hechos del siglo XXI, del tiempo en el que fue formulado.

En el TMEC, de manera impresa y expresa, se omite un apartado esencial para los estadounidenses, que es el correspondiente al de colaboración en conjunto en la lucha contra el crimen organizado y el narcotráfico. Considerando los fallidos intentos entre las fuerzas de seguridad mexicanas y las de seguridad e inteligencia estadounidenses, en sus esfuerzos por terminar esta cuestión tan importante y con tantos intereses de por medio, esta es una de las principales causas del choque de trenes entre ambos países que, inevitablemente, se está desarrollando y que terminará dándose más temprano que tarde.

El gobierno de Justin Trudeau –que es el tercer socio del tratado– y el gobierno de Joe Biden han hecho de la lucha contra el deterioro climático su principal razón de política exterior, ligada además a actuaciones de orden económico interno. El gobierno liderado por Biden ha prometido invertir cerca de 2 billones de dólares –que, junto con las inversiones estatales, locales y del sector privado, podrían alcanzar más de 5 billones de dólares– para limpiar los cielos y combatir el deterioro ambiental, buscando evitar que sigamos matando al mundo de la manera en la que lo estamos haciendo. Para la nueva administración demócrata, la conservación del planeta es una manera indirecta de evitar que otros virus y bacterias congeladas durante miles de años sigan circulando de manera libre por el planeta y matándonos –como lo ha hecho la actual pandemia– bajo una sencilla razón.

Según algunos estudios científicos, nos alejan más de 20 millones de años de vigencia y de conocimiento del virus. Todo ese tiempo el virus reposó el sueño de los injustos en las grandes cantidades de hielo que hemos ido fundiendo de manera frenética y atacando la casa común, como si realmente pensáramos que la contaminación del aire y la destrucción del medio ambiente fuera a matar a otros y no a nosotros. La historia y su evolución, debido a la responsabilidad histórica, demostró que los muertos sólo podíamos ser nosotros. Y sólo lo estamos siendo nosotros.

Ante la elección de Estados Unidos y de Canadá por buscar un mundo más limpio y en el que podamos ofrecerle un mejor futuro a las generaciones que nos sucederán, el gobierno de México ha decidido hacer su propia revolución energética. Esta revolución básicamente está basada en recuperar nuestro principio de soberanía nacional, al recuperar la quema de los combustibles fósiles encontrados en nuestro territorio, adquiriendo el pensamiento de que lo que se quema en Tula tenga una repercusión y alcance único a los habitantes de la Ciudad de México. Sin embargo, la capacidad de producir energía con carbón y combustóleo, y las consecuencias que esto tiene en el ecosistema, es también un problema que desconoce de manera brutal que el aire es libre, que no tiene bandera, que no necesita visa y que la contaminación de Tula no sólo mata a los chilangos, sino que llega a destruir –según sea la dirección de los vientos– los pastos de Wyoming o enfermar las vacas de otros territorios estadounidenses y canadienses.

Si la contaminación china –con quien no compartimos más de 3 mil 100 kilómetros de frontera– llega hasta California, imagínese el problema político de primer orden que significa gastar billones de dólares en cerrar lo más rápido posible las centrales de producción de energía que usan carbón y combustóleo –que, además, este último ya no se usa más que en los antiguos países de la Unión Soviética y en algunos otros pocos países– para encontrarte con un socio preferente que es México, y que argumenta que seguirá contraviniendo este tipo de políticas a favor del medio ambiente.

Con independencia de lo que significa que no hay ninguna posibilidad de desarrollo ni de inversión sin el respeto al derecho y sin la garantía jurídica de que lo que se pacta se cumple, imagínese cómo será el diálogo entre los países en una situación en la que no existe manera de regular más que un principio básico. Este principio radica en la base de que, si una parte, en esta ocasión la mexicana, sigue produciendo su energía eléctrica como lo está haciendo, como quiere, pretende y ha consagrado a través de la ley que mandó por el procedimiento de urgencia para que se apruebe mientras se le dan los últimos retoques al TMEC, es seguro que la confrontación entre México y los otros dos integrantes del tratado será salvaje e inevitable.

En otro aspecto, una de las cosas que nos ha enseñado la pandemia es que ya no es posible tener ningún cinturón sanitario que no comience por proteger los contactos inmediatos. Estados Unidos comparte –al igual que con México– miles de kilómetros de frontera con Canadá, sin embargo, hay una diferencia. Además de los kilómetros de frontera común, México tiene más de 35 millones de mestizos culturales, nacionales y de todo tipo que conviven todo el tiempo con la sociedad estadounidense, lo cual garantiza el intercambio de los virus y de las bacterias sin ninguna limitación. Es inevitable la concentración regulatoria del mercado de la salud, mercado que, en el siglo XXI, se ha convertido en un elemento clave de gobierno y de actividad económica.

De acuerdo con las reglas comunes entre los tres países, es inevitable la definición y concentración del fortalecimiento de grandes grupos que garanticen no sólo la soberanía y la independencia desde el punto de vista sanitario, sino que además garanticen dos cosas. En primer lugar, estos grupos deben evitar la penetración de actividades sanitarias peligrosas, como supuestamente son las provenientes de India o China. Y, en segundo lugar, se debe crear un movimiento que homogenice las condiciones de calidad de la medicina en insumos y en la aplicación en los tres países. Sin estos elementos, es imposible crear un cinturón sanitario capaz de proteger a América del Norte. En este aspecto, dado el comportamiento de la 4T, es fácilmente deducible que vamos hacia otro choque de trenes.

Ya no hay que improvisar sobre si se llevarán bien, mal o regular entre los presidentes. Ante la realidad y la fuerza de las políticas desarrolladas por México y Estados Unidos –aunque también considerando a Canadá–, es necesario ir más allá del entendimiento personal de los presidentes y buscar responder si, en realidad, el TMEC –del que aún formamos parte– será la herramienta idónea para poder formular una política ambiental en conjunto y que sea eficiente. Pero, además, visto lo visto, es también esencial establecer un sistema de salud que no sólo busque reforzar la industria local, sino que garantice evitar el asalto por sorpresa de las industrias farmacéuticas orientales más agresivas del planeta. De lo contrario, no sólo seremos incapaces de enfrentar desafíos futuros, sino que el choque de trenes será inevitable y posiblemente se dará en todos los frentes.

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