No existe nada más humano que el poder y el deseo de obtenerlo. De entre todos los instintos que tenemos –el sexual, el de la supervivencia, el del amor u otro– seguramente el del poder es el más valeroso. Y esto, entre otras razones, se debe básicamente al hecho de que –una vez garantizado el instinto básico de seguir viviendo– el ser humano se cuestiona sobre cuál es la verdadera razón de su existencia y hasta dónde puede llegar su deseo de trascender. Al final, incluso el instinto sexual es también un instinto de poder. El poder motiva, transforma e incluso rejuvenece al ser humano, de ahí que muchos hagan hasta lo imposible por tenerlo.
Siendo conscientes de que el poder es el motor principal de quien lo ostenta o lo pretende, resulta un poco ingenuo pensar que, entre la modificación hacia el entramado legal, las mañaneras y cómo se han producido las cosas durante todo el sexenio, podríamos acabar esto dejando marcado un círculo de fuego que protegiera y alejara a las fieras de la figura presidencial. No es el caso. Nunca antes un presidente de México había logrado obtener una concentración de poder y un respaldo popular de la magnitud que logró Andrés Manuel López Obrador en 2018. Sin embargo, tanto poder no solamente provoca que los enemigos –que él mismo inventó, seleccionó y, en cierto sentido, ha tenido contenidos durante los últimos cinco años– no se mantuvieran inertes e indiferentes ante lo que está sucediendo en el país y se decidieran a reaccionar.
En algún momento se pensó que esa demostración de poder avasalladora, que ese quitarle o intentar quitarle al enemigo la capacidad y la convicción de poder ganar sería suficiente para poder proteger la sucesión, la familia e incluso la propia figura. No ha sido así. No podía ser de otra manera. Cuanto más poder, más enemigos. Es asombrante el nivel de velocidad que puede llegar a alcanzar la luz; no obstante, es aún más interesante los efectos que puede producir la ley de la gravedad descubierta por Isaac Newton. Y lo es no sólo por el hito histórico que representa, sino porque, a pesar de lo admirable que puede ser la puesta en práctica de los recursos y de las fuerzas para realizar una subida, lo verdaderamente impactante es la brutalidad que puede causar un objeto al caer. La caída siempre tiene otra velocidad, tiene otros aliados y no es sólo el hecho de que el viento pueda acelerar su proceso, sino que también existen otros factores de todo orden que intervienen para que la caída sea más rápida, más dolorosa y, de ser posible, más definitiva.
La política nunca ha sido ni nunca será generosa. Los estadistas se distinguen porque –ya sea por error o bien porque así lo deseaban– por un rato consiguieron pensar y verdaderamente preocuparse por la mayoría y por el país más que en salvaguardar sus propios cuellos. O al menos eso fue lo que nos hicieron creer durante el tiempo que ejercieron su liderazgo. Puestas así las cosas, no hay nada que asombrarse sobre lo que está pasando y es que, al final del día, quien a estas alturas no haya entendido que desde hace muchos años –desde mucho antes de que se inventaran los teléfonos o los sistemas para intervenirlos– era imposible mantener en secreto el hecho de que la única manera de que no te acusen de algo que hayas hecho es que sencillamente no la hayas perpetrado. Si bien es cierto que nulla poena sine lege, es decir, que no hay pena sin ley, también es igual de cierto que la justicia siempre acaba alcanzando a quien busca evadirla o atentar contra ella.
Si en el juego de la política el invento de las debilidades, delitos y errores en contra del enemigo es una parte sustancial para poder ganarlo, imagínese si además existen elementos que apoyen que realmente se han cometido, no sé si errores, delitos o tradiciones, pero sí cosas que chocan frontalmente con el discurso oficial de no mentir, no robar ni traicionar.
Lo que es un hecho es que no había manera de atacar este sexenio sin atacar al presidente López Obrador. Es más, después de las elecciones, cuando el Presidente ya forme parte de los libros de la historia –o al menos eso es lo que dice nuestra Constitución tan cuestionada y tan poco respetada por la figura presidencial– seguirán los ataques, independientemente de quién gane las próximas elecciones.
La huella y sombra de este sexenio perdurará y trascenderá más allá del tiempo, ya que se trata de una huella que, a base de simplificaciones, hemos acabado con varios de los mitos que nos han acompañado desde la Revolución mexicana. Nos gustaba. Corrijo, nos gusta pensar que realmente el México que triunfó era el que mágicamente consiguió cambiar las balas por los libros. Nos gusta pensar que nuestro triunfo contra el analfabetismo y la educación también suponía el triunfo de algunos de los poderes sociales más importantes de la Revolución. Nos reconforta pensar que, pese a todo, pese a los innumerables fallos humanos en la política, nuestra política estaba encaminada a recuperar las esencias de un gran pueblo –que así creo que es el nuestro–, y que al final lo que no se robaba o lo que se quedaba en el camino continuaba dejando la esperanza de reinventar el futuro por medio de la educación. Estábamos equivocados y la realidad lo demuestra. Vistos los últimos resultados de las pruebas PISA –por poner uno de los tantos ejemplos–, resulta claro que la educación ha desaparecido del catálogo de fortalezas y áreas de oportunidad de nuestro país.
La falta de estructura en el camino de construir una nueva historia forma parte del objetivo político por conseguir, pero las inversiones, los pesos y la renovación –no solamente de las escuelas de pensamiento político sino de las instalaciones y la inversión para que los niños mexicanos puedan acudir a las escuelas– simplemente han desaparecido. Moral y psicológicamente estamos invirtiendo para inventar un nuevo país, pero no lo estamos haciendo ni desde el punto de vista técnico ni histórico. Y eso al final tiene una factura que pagar.
Llegando a la recta final de esta etapa del proceso electoral, la primera parte de la lección del final de las precampañas es que nada ni nadie podrá aislar el deterioro. Hoy México sufre crisis que tendrá que enfrentar en diferentes ámbitos y frentes y, más pronto que tarde, será necesario hacer un balance real y objetivo de lo que sucedió en este sexenio. Un sexenio en el que todos los días, por medio de mañaneras, se demostró –con base en otros datos– quién es quien verdaderamente manda. La segunda parte es que no se respetará nada ni quedará exento de juzgar ningún elemento.
Uno de los graves problemas actuales de la política mundial –y que también se hace presente en México– es la muerte de la verdad. La verdad ha dejado de importar en el mundo, y si la verdad no le importa a nadie, no existe ni es necesaria, usted dígame por qué vamos a mantener un sistema político encargado y fundamentado en difundir, consagrar o defender las verdades. Lo que hay que hacer es defender aquello en lo que es capaz de creer el pueblo y, créame, los pueblos normalmente lo primero que compramos son las mentiras más perjudiciales. Y es que, escrito está, algún día conseguiremos la justicia y seremos capaces de discernir entre una buena y una mala actuación. Mientras tanto, para vivir tranquilamente todos los días necesitamos consolarnos pensando que podríamos estar peor de lo que estamos.
Qué solas están las candidatas, al menos por el momento. Ya veremos si finalmente son ellas las que compiten. En cualquier caso, que nadie se equivoque, la Presidencia siempre representa el momento de un país y el sentimiento colectivo de una nación, pero, sobre todo, es el equipo que tiene que encarnar las soluciones. No obstante, en este momento aún sigue sin quedar claro si los equipos propuestos por ambas partes sean los idóneos para encarar la acomedida. En cuanto a esto, la batalla está planteada en términos correctos, ya que aquí no ha habido más que un jugador y un luchador por la Presidencia y ahora todos los ataques están concentrados en descifrar la fórmula perfecta para quitarle la posibilidad de seguir marcando la historia.