Año Cero

Todo es empeorable

Los países no tienen los gobiernos que se merecen, aunque sí tienen los gobiernos que se les parecen. Todavía es peor cuando tienen las oposiciones que se merecen.

Supongo que, si hubiera sido ciudadano en la Roma de Calígula o en la de Nerón, con el paso de los años habría resultado muy difícil de explicar –como lo sigue siendo hoy– dónde termina la capacidad de aguante de los pueblos. Y como en la era romana, hoy el pan y el circo siguen siendo la droga para lo irracional. Me gustaría saber qué es lo que hace que gente culta, preparada, ilusionada, con fuerza para trabajar y transformar su realidad y de lo que le rodea, terminen siendo una especie de juguetes rotos en manos de elementos que gobiernan. Elementos que gobiernos mediante los caprichos, las genialidades o simplemente –como están en el poder– hacen que sus barbaridades sean realidades incomprensibles, pero seguidas a pie juntillas por unas masas que siempre tenemos miedo de ser lo que somos.

Todo es empeorable en todas partes. No hace falta más que en este momento echar un vistazo a Inglaterra, a los propios Estados Unidos de América o, incluso, a nosotros mismos, para darnos cuenta de que –nos guste o no, lo reconozcamos o no– llevamos demasiados años instalados en la sinrazón. Se trata de una sinrazón que se ve en lo político, en lo económico, en lo internacional, pero que, sobre todo, se puede ver en una constante, que es hacer que lo que no es comprensible ni lógico aparezca, con cierto sentido de racionalidad y lógica, como bueno y deseable.

El odio es la única mercancía que en este momento trafica con absoluta libertad y sin pagar aranceles de cualquier tipo en la mayor parte de los países de América del Norte, especialmente en dos: México y Estados Unidos. Todo puede pasar. Desde que cualquier mañana en una calle de Chicago uno de los protagonistas del movimiento Black Lives Matter te mire con una mirada culpable como si tú hubieras sido uno de los dueños de las plantaciones donde se esclavizaron a sus antepasados. O hasta que una serie de policías blancos en medio de la noche, al ver que un muchacho de color –como fue el caso de Jayland Walker– sale corriendo sin nada en las manos, lo convierte en un concurso de tiro hasta poder descubrir más de 45 impactos de bala en su cuerpo.

En lo que a nosotros respecta, ha recibido muy pocos comentarios un hecho que me parece espantoso, terrible y que, con el paso de los años, será recordado. Los 14 miembros de la Marina mexicana que venían de participar en la detención del capo Rafael Caro Quintero no murieron por un ataque sofisticado de un misil de última generación ni por un dron ni murieron porque hubieran encontrado una manera de introducir un suicida dentro de los que iban en el helicóptero. Los 14 murieron por una razón tan execrable, tan terrible e imperdonable como lo es el hecho de que se les haya acabado el combustible. Eso sí es una responsabilidad difícil de perdonar, de olvidar y que trasciende la mala suerte o la imprevisión. Eso es un crimen de Estado. Mientras tanto, nos dedicamos a ver con naturalidad pasmosa todo lo que pasa, a pesar de que todo lo que pasa es un atentado contra la razón.

Nada justificará que el funeral de los 14 marinos fallecidos no haya sido presidido por el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas mexicanas, así como tampoco nada justificará –pase el tiempo que pase– que esos hombres murieran. Y menos cuando la razón fue porque sencillamente un insensato, un estúpido o alguien malinterpretó la llamada austeridad republicana y los asesinó al no echar el suficiente combustible para que ellos pudieran ir y regresar después de cumplir su misión.

Otra cosa que resulta muy difícil de entender es que un avión puede caerse por falta de combustible y desaparecer en las cenizas, ya que necesita una pista y unas condiciones para tomar tierra, pero si una ventaja tiene un helicóptero es que puede aterrizar en cualquier lugar. De haberlo hecho, se hubiera evitado la catástrofe que vivimos el pasado 5 de julio. ¿Cuándo se repasará y analizará esto? ¿Cuándo empezaremos a llamar a las cosas por su nombre? ¿Cuándo recuperaremos el sentido de la autoestima y del autorrespeto? Lo haremos cuando todas las cosas que no tienen sentido y que nos están pasando recuperen, aunque sea paulatinamente, el rumbo de lo lógico y lo certero.

¿Hasta cuándo el odio dejará de ser el único motor de dinamización social de América del Norte? De momento quiero el posterior análisis de la situación económica y social. Socialmente no se puede ir contra el Evangelio. En el Evangelio está escrito y es palabra de Dios que no hay que regalar peces, sino que hay que enseñar a pescar. La política social que estamos desarrollando ignora completamente la enseñanza de la pesca y se ensaña a regalar peces, cuantos más mejor. Lo hace sin recibir o esperar nada a cambio hasta conseguir tener unos estómagos agradecidos y un país cada día más empequeñecido desde el punto de vista de la formación, la educación y la superación personal.

Si el objetivo nacional es llenar el estómago, como país iremos desapareciendo paulatinamente, como rumiantes. Y es que, al final del día, hasta para llenar el estómago, el desafío de la inteligencia se convierte en clave para crecer individual y colectivamente hablando. Pero no hay que engañarse, los países no tienen los gobiernos que se merecen, aunque sí tienen los gobiernos que se les parecen. Todavía es peor cuando los países tienen las oposiciones que se merecen.

En la catástrofe, en esta fiesta que estamos viviendo, en esta verbena de la transformación del cambio de la revolución no tan pacífica por la que estamos atravesando, no sólo hay que hacer un ejercicio para entender las sinrazones del poder. Lo que es necesario hacer es un ejercicio superior para entender la falta de patriotismo, seriedad y lealtad de la oposición. Salvo raras y naranjas excepciones, el resto de las fuerzas están en una situación que cada día se vuelve menos defendible.

Cada día que pasa somos más prisioneros de las carpetas de investigación y de las órdenes de arraigo. Cada día que pasa perdemos más la oportunidad de mejorar las propuestas del poder a cambio de hundimiento de la oposición. Como pasa en la muy extraña, muy difícil e incomprensible guerra de Ucrania, donde nadie quiere la paz, donde nadie trabaja por ella y donde parece que lo que tiene sentido común es acumular armas y millares de muertos, así hay muchos panoramas sin sentido y que demuestran que, efectivamente, todo es empeorable.

Como ya pasó en la Guerra Civil española para probar las nuevas armas, en nuestro país no hay ningún ejercicio de integración que tenga por objetivo construir un objetivo nacional. En México, la política es destrucción, es eliminación. Y, además, precisamente porque no hay algo que se oponga, porque toda barbaridad es posible y porque Roma puede arder de nuevo, en nuestro país la política es un sentido de austeridad que, por ejemplo, puede asesinar a 14 marinos.

Tendrá que pasar mucho tiempo para que se llegue a descubrir de verdad qué es lo que esperamos de nuestros líderes. Vivimos en un nivel de negación colectiva que le permite a quien elegimos gobernarnos hacer las mayores barbaridades sin que nos parezcan lo que son, barbaridades.

Roma vuelve a arder. Cada vez que nuestro Presidente quiere hablar de un logro económico glorioso, habla de las remesas. Unas remesas que no se producen en nuestro país. Remesas que ganan nuestros conciudadanos en Estados Unidos –uno de nuestros socios del TMEC junto con Canadá– y que envían para que sus familiares, sus amigos y sus pueblos puedan seguir comiendo.

Un gobernante y un país tienen derecho a aceptar o a negar un acuerdo. Para lo que no se tiene derecho es para negarlo una vez que se haya aceptado. Sobre todo, cuando esa negación tiene implícita una intención de incumplimiento de las cláusulas estipuladas y acordadas. En lo que queda del sexenio será difícil tratar de explicar qué es lo que queremos hacer con respecto a nuestra relación con Estados Unidos y con el TMEC.

Mientras tanto, las llamas de Roma siguen expandiéndose. No sólo estamos poniendo en riesgo los más de 50 mil millones de dólares que se tienen proyectados para recibir durante este año en remesas, sino que también se está amenazando una significativa disminución en el balance comercial de la relación bilateral. Una relación que genera aproximadamente más de 660 mil millones de dólares y que, el año pasado, alcanzó las cifras más grandes registradas. No sólo estamos arriesgando todo eso, sino que nos estamos jugando la credibilidad, la confiabilidad, pero, sobre todo, el que todo el mundo se haga una pregunta que es: ¿usted quiere o no el acuerdo?

Forma parte de los milagros del poder y que el pueblo levante la mano –empezando por Moisés cuando llevó al éxodo al pueblo de Israel– una ocasión en la que no haya cometido el error de aceptar como normal lo que era completamente anormal. Pero, en medio de todo eso, destaca, con una fuerza especial, hacia dónde nos llevarán a partir de aquí. Si uno suma la masacre de los dólares y la carnicería de la credibilidad unida a la desgracia ocurrida –simplemente por un mal entendimiento de la austeridad o por un irresponsable sentido de lo que significa hacer economías que cuestan vidas–, la gran pregunta que tenemos derecho a hacernos es: ¿cuánto nos va a costar esta experiencia?

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