Año Cero

El hartazgo de las palabras

En este momento, nuestra alba está formada casi exclusivamente por el hecho de que, si hay algo que ya no podemos seguir soportando, son más palabras.

Las palabras siempre han tenido un peso fundamental en la historia de la humanidad, sobre todo en lo que está relacionado con la fe, la esperanza o con la generación de alternativas y soluciones. No hay que olvidar que escrito está en el libro de libros: “En el principio fue el Verbo”. El problema es que, viendo en retrospectiva mis experiencias de vida –contemplando mi tiempo disponible y utilizado y los diversos resultados–, simplemente llegó el momento en el que me harté de las palabras.

Su efecto es cada vez menor, pero, lo que es peor, son palabras dichas para que sean oídas por pocos, mas no escuchadas. Es exactamente el sentido contrario de lo que el dramaturgo y pensador alemán Bertolt Brecht advierte en el final de su obra La irresistible ascensión de Arturo Ui: “Aprendan a oír y no sólo a escuchar. Aprendan a ver y no sólo a mirar. Porque la perra que engendró al fascismo está nuevamente preñada”.

Todo siempre está escrito. Los seres humanos tenemos una gran capacidad para escuchar, pero no oír; para mirar, pero no ver; para no querer saber que de verdad las perras que engendran lo peor de nuestra humanidad andan preñadas de nuevo. Es tan virtuosa nuestra capacidad que, por poner un ejemplo, en el siglo pasado –en una época de entreguerras y antes de que la humanidad alcanzara unas cuotas inéditas de muertes, de odio y antes de generar la correspondiente venganza– todo fue tan glamoroso, tan lleno de diversión, alcohol, comida y mujeres, que a este tiempo se le conoció como la Belle Époque.

Usted me podrá decir que la pandemia nos obligó al peor y más doloroso de los ejercicios, pero, por favor, en este momento no me restriegue la lista y las estadísticas de los suicidios. Ya que es terrible e incluso increíble pensar que, en un país como México, la segunda causa de muerte de los jóvenes de entre 12 y 24 años sea el suicidio. Eso quiere decir algo muy sencillo, que es que muchos de nuestros compatriotas han perdido la motivación, la orientación, la visión de un mejor futuro, las ganas, llevándolos a también querer perder su vida.

Estar cerca de la catástrofe sólo despierta el sentimiento de querer salir corriendo hacia el precipicio, mas no correr hacia la dirección contraria. Me niego a formar parte del zarandeo de las palabras, de este juego de sombras siniestras en el que hemos convertido la política no solamente en México, sino en gran parte del planeta. Se acabaron las ilusiones mágicas y como siempre pasa, no es que el marido sea el último en enterarse, es que el marido sólo se entera cuando no tiene más remedio que conocer la verdad. Y esto pasa por una sencilla razón, que es que saber significa que hay algo que se tiene que hacer, pero hacer es tenerse que ocupar de las cosas que es mejor ignorar o que simplemente no queremos resolver.

Estamos siendo engañados. Estamos contentos, felices, pero, sobre todo, estamos repitiendo –punto por punto– el libreto del engaño. Cuanto más insultante sea para nuestra inteligencia, cuanto más contraria sea una situación frente a la realidad o cuanto sea más fácil demostrar –por medio de las cifras– que todo es mentira, más nos empeñamos en discutir y debatir la agenda que cada mañana nos es servida como ideal de política.

En estos momentos hay una serie en Netflix –los forjadores de la nueva realidad social– que más o menos explica, en un lenguaje que puede ser entendido por cualquiera, cómo es que se forman los tiranos. Sin embargo, a la metodología empleada para explicar cómo es que Adolf Hitler, Josef Stalin, Muamar Gadafi, Sadam Husein u otros tantos tiranos llegaron a alcanzar el cum laude en el arte de ser asesinos, crueles y de destruir a su pueblo, le falta una contraparte. Esta contraparte supone que en todo análisis de la figura del tirano o del dictador hace falta algo muy importante, que es lo que permite el resultado de esta opresión y libertinaje al actuar, ese algo son los pueblos. ¿Dónde estaban los pueblos cuando estos tiranos se empeñaban en matarlos ya fuese por falta de medicinas, por engaños, por contar con otros datos o simplemente por decretar que sólo era posible engendrar un hijo? Tenemos que definir si esos pueblos son anulados o convertidos en la nada bajo la justificación de que no se puede hacer nada excepto seguir al tirano y esperar que al matarnos no nos haga mucho daño.

Nos están engañando. Sin exculpar nuestras responsabilidades del pasado ni sobre el hecho de tener que confesar que vivimos en una cleptocracia, que formamos parte de un orden que era corrupto e impune y que no hicimos nada por evitarlo o cambiarlo, he llegado a una reflexión. Y es que he tenido suficiente tiempo, 36 meses para ser específico, para reflexionar sobre la pregunta: habiendo sido testigos de un pasado como el nuestro, ¿qué hemos hecho mejor o diferente?

Desde luego, si es verdad que si uno no miente, no roba y es bueno, adquiere una inmunidad especial ante el Covid-19, pues naturalmente todo cobra sentido. Esto explica por qué nuestros muertos realmente no están muertos, sino que simplemente son parte de otros datos. Hemos llegado a un desprecio tal por la realidad que para lo que hay que prepararse es para la enorme resaca que tendremos cuando nos levantemos una mañana –porque el mañana siempre llega– y tendremos que analizar qué fue lo que nos sucedió.

Después de haberme pasado 10 años explicándole al mundo que en México nunca podría pasar lo que sucedió en Venezuela, sencillamente porque el pueblo mexicano es diferente al venezolano, ahora estamos ante una situación difícil de defender. Efectivamente en nuestro país no ha pasado lo mismo que en la nación liderada por Maduro. Pero ha pasado algo que sólo la historia podrá determinar si es mejor o peor. Por una parte, tenemos el fracaso completo de la estructura política. Si lo que hay y lo que manda no nos gusta, no hay nada que anteponer. No basta con que la mayor victoria sea que fueron capaces de ponerse de acuerdo para comparecer juntos en unas listas y tener un enemigo en común. Por la otra parte, está la falta de iniciativa para fungir como verdadera oposición que busque y proponga cambiar la situación y no seguir siendo parte del problema.

La gran diferencia entre una guerra familiar, una guerra entre vecinos y una guerra política es que, si bien en los primeros supuestos basta con querer eliminar o perjudicar a alguien, en la política se entiende –que además de buscar acabar con alguien– que lo más importante del enfrentamiento es ofrecer algo como garantía de cambio. En México nos hemos acostumbrado a estar en contra, pero ya llegó el momento de preguntar a cambio de qué se está en el otro bando. No me gustaría llegar como colofón a que en el fondo no es sólo que tengamos lo que nos merecemos –que, créame, casi todos los pueblos del mundo tienen lo que se merecen–, sino que además lo que tenemos no tiene ninguna perspectiva de mejorar. Me decepcionaría una situación en la que lo que tenemos como garantía de cambio no tuviese ni siquiera la capacidad de engañarnos o ilusionarnos, aunque sea por un breve tiempo.

No hay nada más humano, más repetido en la historia y nada que una más a la gente que tener un enemigo común. El enemigo está allí. Ahora la pregunta es: frente al insulto colectivo, ¿dónde está el pueblo? Pero, sobre todo, es necesario resolver y definir cuál será la verdadera solución para salir de donde nos encontramos y que nos permita anhelar con un mejor mañana. Mientras tanto, ni estamos soñando ni estamos teniendo una pesadilla, pero lo que es un hecho es que –tarde o temprano– llegará el alba. El alba es el momento de reiterar los grandes compromisos con la vida y con Dios. Sin embargo, nuestra alba ha sido utilizada para ofrecer, disfrazar y tratar de dictar lo que debe de ser la agenda nacional. El alba no es el mejor momento para formular sueños. Al alba se llega del sueño o de la pesadilla. En este momento, nuestra alba está formada casi exclusivamente por el hecho de que, si hay algo que ya no podemos seguir soportando, son más palabras.

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