Año Cero

USA: Apocalypse Now

La guerra de Vietnam fue una guerra ideológica. Estaba basada en un error de apreciación e instalada en la ignorancia que el pueblo estadounidense.

Cuando uno visita Saigón o Ho Chi Minh –que es como se llama en la actualidad en homenaje al precursor primero de la independencia de la península indochina y después ganador de la guerra de Vietnam contra los estadounidenses– se da cuenta de que este sitio representa más de lo que aparenta. En esta ciudad hay dos visitas que son obligadas, la primera es ir y ver los restos del bombardeo llevado a cabo en el año 1962 por los aviones estadounidenses Douglas A-1 Skyraider, mismos que están ubicados en el Museo de la Historia Militar de Vietnam en la ciudad de Hanói. La segunda visita es ir a lo que algún día fue la embajada de Estados Unidos en Saigón y presenciar el helicóptero instalado en la terraza intentando despegar y salir huyendo en lo que, hasta ese momento, había sido la derrota más vergonzosa de la historia estadounidense.

La guerra de Vietnam fue una guerra ideológica. Estaba basada en un error de apreciación e instalada en la ignorancia que el pueblo estadounidense ha sentido sobre su papel en la historia del mundo moderno. El mundo estará eternamente en deuda con Estados Unidos por haber terminado con los nazis y los fascistas durante la Segunda Guerra Mundial. También le debe el haber puesto un límite a la expansión del totalitarismo comunista representado por la Unión Soviética de Stalin y su plan de ir conquistando, país a país, el mundo. Aunque es verdad que sin sucesos o elementos como la colaboración de Mao Tse Tung; después de Josip Broz Tito; la ruptura de la Quinta Internacional; y el fin del monopolio del pensamiento comunista, Estados Unidos nunca hubiera podido haber ganado esa batalla.

Hoy, 46 años después de la vergonzosa noche de Saigón, los estadounidenses vuelven a ser testigos de una vergüenza irremplazable. La caída de Afganistán y la entrada en Kabul de los talibanes es la mayor derrota desde la fundación del país de la bandera de las barras y las estrellas y lo es por dos razones. La primera es porque en Saigón luchaban por una razón ideológica, no por una amenaza o reacción frente a una agresión provocada. Sin embargo, siendo ésta la segunda razón, en Afganistán –como ellos mismos lo llamaron– los estadounidenses luchaban por el inicio de un programa denominado Libertad Duradera, que por muchos años consiguió la adhesión del mundo entero y que tenía el objetivo de vengar la humillación y el asesinato a sangre fría de más de 3 mil estadounidenses en la destrucción de las Torres Gemelas.

Tras la retirada de Afganistán de las tropas soviéticas en 1990 y con el apoyo económico por parte del gobierno de Arabia Saudita, en los montes de Tora Bora surgieron los talibanes. En su momento, los talibanes fueron una especie de avanzadilla para otros movimientos como el Estado Islámico o de Al Qaeda, siendo estos últimos los responsables de romper con la intocabilidad de Estados Unidos.

En el momento en el que se decretó la invasión contra Afganistán y el inicio de la operación Libertad Duradera no solamente se buscaba una venganza o una respuesta a lo que había sido el mayor ataque en la historia estadounidense, sino que, sobre todas las cosas, se buscaba una nueva manera de articular una reacción militar y política después de que el pasado –que es lo que representan los fundamentos del Estado Islámico– se atreviera y consiguiera derrotar en una primera y sorprendente batalla al futuro a través del ataque de las Torres Gemelas.

Afganistán es mucho más que Irak, Kuwait o que cualquier otra de las guerras perdidas por Estados Unidos. En ninguna de esas batallas había una razón de contestar a una agresión tan exitosa como lo fue el atentado del 11 de septiembre de 2001. Pero, sobre todo, este ataque fue la demostración de que el islamismo radical –ése que obliga a las mujeres a casarse a los 11 años, que les obliga a vestir burkas, ése que prohíbe que las mujeres reciban educación y que niega a la mayoría de la población su condición de ser humano– era capaz de formar un gobierno basado en la parte más extrema de la aplicación coránica de la ley.

Joe Biden es una víctima de la política seguida también por él –puesto que ya son más de 30 años que forma parte del establishment– y de todos los errores acumulados en la política estadounidense, pero principalmente en las actividades y el quehacer militar de su país. Es muy difícil pretender ser el líder absoluto cuando se es un país que aspira, que es ambicioso, que tiene armas nucleares capaces de destruir el mundo pero que, sin embargo, no se sabe si cuenta con las ideas necesarias para construirlo. Sobre todo también por el hecho de que desde 1953, con el establecimiento del Paralelo 38 entre las dos Coreas –y con la excepción de la Guerra de la Isla de Granada en 1983 y la invasión de Panamá de 1989–, Estados Unidos no ha sido capaz de ganar ninguna guerra.

Los talibanes en el palacio presidencial de Kabul, a lado de una embajada que costó un billón de dólares hacerla, es el mayor fracaso ya que –a diferencia de los vietnamitas, los iraquíes, los coreanos o cualquier otro– los afganos, junto con algunos saudíes, tuvieron la audacia y el éxito de atacar, desafiar y poner de rodillas a los Estados Unidos de América. Sobre lo sucedido, no hay un culpable en específico. No se le puede culpar ni al secretario Blinken ni al presidente Biden. Pero lo que sí se puede hacer, y más con todos los recursos disponibles por parte del Pentágono, es analizar qué es lo que ha sucedido.

La operación Tormenta del Desierto está muy lejos. También lo están las teorías del que fue secretario de Estado con George Bush, Colin Powell, sobre que la preminencia aérea bastaba para ganar las batallas, ya que se demostró que sin infantería no podría haber victoria. Irak fue una demostración sobre que el dominio aéreo es insuficiente para la consolidación de una conquista. Y ahora, después de trillones de dólares invertidos, de miles de vidas perdidas, de cientos de miles de estadounidenses con el síndrome de estrés postraumático circulando y siendo un peligro por las calles y carreteras de su país, Estados Unidos se enfrenta a una imagen difícil de borrar. Volver a ver a los talibanes, a los mismos que destruyen los templos, pero, sobre todo, a aquéllos que les niegan a las mujeres la condición de ser personas, ocupar los palacios y las ciudades, es un recordatorio y a la vez una explicación implícita de que perdieron la batalla.

La reacción en cadena que pueda llevarse a cabo a partir de aquí es impredecible. Desde los túneles y las cuevas de Tora Bora hasta la destrucción de las Torres Gemelas hay un largo camino en el que, lo más importante, es la incapacidad que tuvo Estados Unidos al momento de entender que el odio y, sobre todo, la política que ellos implantaron con los muyahidines y los combatientes contra la ocupación soviética, se terminaría volviendo contra ellos. No hay que olvidar que fue Estados Unidos quien armó al ejército afgano de los talibanes. Ellos les dieron los misiles para derribar los helicópteros soviéticos que masacraban al pueblo afgano. Y en la lucha –como pasó en Vietnam– de acabar con el peligro comunista, sin darse cuenta fueron armando al peligroso ejército que años después conseguiría derribar el World Trade Center. Ahora –20 años después de tanto dolor, tantas lágrimas, víctimas inocentes y después de tanta frustración– han hecho que el ejército de los talibanes y los afganos esté conformado por una especie de súper hombres incapaces de ser vencidos. Primero fracasaron y sucumbieron los ingleses, después los soviéticos y finalmente les llegó el turno a los estadounidenses. He de decir que el mundo será otro a partir de hoy.

Los fantasmas de Corea, de Vietnam, de las Torres Gemelas y de la derrota militar hoy persiguen y tienen en velo a Estados Unidos. Además, el sabor que impera en Estados Unidos es amargo y la situación se da en un muy cruel guiño de la historia, estando a menos de 20 días de que se celebre el vigésimo aniversario del 9/11, el cual fue un verdadero punto de inflexión de la historia del mundo.

Desde la noche del atentado contra las Torres Gemelas, cada año derramo mis lágrimas por el mundo perdido. Sé que el mundo fue diferente a partir del momento en el que el avión impactó con la primera torre. Sin embargo, hoy mis lágrimas se unen y se agrandan porque la consecuencia de aquello –lejos de haber sido vencida y vengada– ha sido potenciada. La escena en el palacio presidencial de Kabul deja con un sentido menor la muerte de Osama bin Laden y pone al mundo occidental a los pies de un poderío islámico que ya ha demostrado ser capaz de vencer a la mayor fuerza militar del planeta.

Pero más allá del inventario de las lágrimas y de lo que pudo ser y no fue, hay datos objetivos que tienen nombre y apellido y que asombran por la torpeza con la que fueron manejados. Todo esto pudo haber sucedido dos meses antes o dos meses después y evitar que coincidiera con la víspera del vigésimo aniversario del atentado contra las Torres Gemelas, la mayor derrota de Estados Unidos. Nada es igual ni nada será igual; sin embargo, es imposible dejar de recordar que la otra ocasión en la que Estados Unidos fue golpeado en su territorio imperial la guerra terminó ganándola. Y lo hizo de manera contundente y definitiva, dejando caer las primeras dos bombas atómicas contra su agresor en las ciudades de Hiroshima y Nagasaki. De todas las guerras, las peores son las religiosas y Occidente está empezando a entender que acaba de perder la guerra contra el islamismo más radical.

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