Año Cero

El estallido de América

Aunque votemos y tengamos formalmente libertades, el déficit social de América es tan grande que lo convierte en una aventura peligrosa, que está estallando en muchos sitios.

De 1850 a 1990, la historia de América Latina estuvo completamente condicionada por aquello que le convenía, permitía, entendía y quería Estados Unidos de América. La Doctrina Monroe –más adelante lo que fue la política del Gran Garrote impulsada por Theodore Roosevelt– fue ejemplo de lo que Estados Unidos hacía y deshacía en Latinoamérica. Ya fuera por el oro, por los casinos, por las minas o por el petróleo, los estadounidenses actuaban en la región considerando únicamente sus intereses. Es más, “América para los americanos” fue un eslogan inventado por John Quincy Adams y atribuida al presidente Monroe y era, entre otras cosas, un aviso y una advertencia para dejar claro que todo aquel que buscara inmiscuirse en su patio trasero sufriría las consecuencias. Todo ello surgió como respuesta a la revolución y la presencia ascendente del comunismo en el mundo, pero sobre todo para dejar claro que ellos eran quienes mandaban en la región.

Durante gran parte del siglo 19 y casi todo el siglo 20, Estados Unidos tuvo un gran poder e injerencia en América Latina. Por medio de golpes de Estado orquestados por las fuerzas especiales y de inteligencia estadounidenses, el país de la bandera de las barras y las estrellas cada día fue conquistando más y moldeando a su gusto la parte sur del continente americano. Aunque también es verdad que fue gracias a esa introversión de ese socio tan abusivo que la región pudo tener un dinamismo económico e infraestructural como no se había visto antes. Basta ver infraestructuras como el Canal de Panamá para comprobar que sin la intromisión y colaboración financiera y logística estadounidense probablemente ese tipo de desarrollo hubiese sido impensable o incluso inviable ya no sólo para Panamá, sino para cualquier otro país latinoamericano. Fue con la participación en el diseño y ejecución por parte de los ingenieros franceses y con la dirección estadounidense, que el 15 de agosto de 1914 el Canal de Panamá pudo ser utilizado por primera vez, convirtiéndose en una estructura imprescindible para el comercio latinoamericano y mundial que continúa hasta la actualidad.

América arde. Colombia, Perú, en muchos sentidos México, hace no mucho Chile, Venezuela, Bolivia y ahora Cuba son países que se están viendo superados por los grandes conflictos sociales. En la mayoría de los casos estos conflictos son personificados por manifestaciones violentas que se adueñan de sus calles y que no son más que una representación viva de las reclamaciones y necesidades de sus pueblos.

En América aparentemente estábamos preparados para todo. Para todo menos para el vacío y el hueco que podría llegar a dejar la caída del sistema y de la nación que –pese a lo pequeño y lo aparentemente lejano al juego geopolítico– desde 1959 ha sido un jugador con unas características distintas y tan particulares como lo es Cuba. Independientemente de quién haya organizado las manifestaciones del pasado fin de semana –aunque me temo que en Cuba las manifestaciones son organizadas por el hambre, las carencias y la impaciencia de su gente–, este hecho es ya un suceso importante en la vida del país. Poco más de 50 años después de la llegada de Fidel Castro al poder, los cubanos siguen esperando el éxito ya no ideológico ni dialéctico, sino del éxito en forma de calorías y de comodidades que les permita hacer más llevadera la vida. Siguen esperando que la revolución, la razón histórica y símbolos universalmente utilizados y que se forjaron en la isla –como en su momento fueron Fidel Castro o el Che Guevara– finalmente les sirvan de algo.

En esta era de los hackers, en una época en la que todos somos tan libres pero que en el fondo esa misma libertad nos convierte en seres más conducibles al despeñadero, es posible que se hayan juntado dos elementos que no podemos dejar a un lado. Por una parte, la realidad objetiva del fracaso del sistema –al menos por el estrangulamiento estadounidense y por sus propias ineficiencias para atender las necesidades de su pueblo– y, por la otra, el inevitable ascenso y dominio de las redes sociales en nuestro día a día.

El 5 de agosto de 1994 –cinco años después de la caída del Muro de Berlín y tras el hundimiento del régimen comunista en el mundo, aunque con excepción de China que es realmente la prueba ya no sólo de lo que significa sobrevivir a un Partido Comunista, sino convertirlo en el eje del poder– Cuba fue testigo de un suceso inédito. Ese día, en el malecón de La Habana, Fidel Castro fue testigo del acto de protesta más grande contra su gobierno desde su llegada al poder. Con una economía cada vez más débil, pero, sobre todo, con una gran escasez de recursos, esa tarde de verano el pueblo cubano salió a las calles hambriento y con la ilusión de cambiar su realidad. Ante esto Castro no reaccionó haciendo uso del Ejército, sino que –valiéndose de su gran habilidad discursiva y de persuasión– dio la cara a sus connacionales y los exhortó a “ganar la calle” y “derrotar a los apátridas”, además de acusar al gobierno estadounidense como la causa de dichas revueltas.

En esa ocasión, Fidel Castro fue capaz de canalizar el descontento y contenerlo eficientemente. Ahora –con la figura de los hermanos Castro que paulatinamente se va diluyendo con el tiempo y con un presidente que tiene un mal producto, ya que no está en condiciones de satisfacer las necesidades de su pueblo– Cuba y su líder se enfrentan a un gran desafío en su historia. Y es que además de que no cuenta con el carisma ni la capacidad que tenían los Castro, al presidente Miguel Díaz-Canel le toca enfrentarse a la viabilidad e imposibilidad del mantenimiento de la Cuba comunista.

Per se, lo que está pasando en Cuba ya es una situación de relevancia histórica que mueve todo el tablero ya que –a fin de cuentas– el hombre necesita los sueños. Como decía Shakespeare, “somos de la misma sustancia que los sueños, y nuestra breve vida culmina en un dormir”. No hay que dejar de tener en cuenta que, de llegar a suceder, la Cuba que caería ya no sería la misma que Fidel Castro construyó con tanto ahínco, represión y esfuerzo. Cuba hoy es una nación completamente diferente a cuando llegó a ser la ilusión de los países del ALBA, la que inspiró a la inconclusa y fracasada revolución chavista o la que impulsó el sueño utópico e imposible de Nestor Kirchner. En su momento, Cuba también fue el referente de dignidad antiestadounidense y su postura ante la que fuera la potencia hegemónica fue un signo de referencia política por sí misma. Sin embargo, esa Cuba ya no existe.

En este momento, mientras América estalla, no queda claro cuál es el modelo que permitirá o garantizará el éxito latinoamericano. Porque allí donde ha triunfado el modelo calificado por el presidente mexicano como “neoliberal”, también es evidente que el fracaso de las diferencias sociales y la ausencia del reparto de la riqueza en Latinoamérica ha creado unos niveles de insatisfacción y de necesidades que son los que hay. Por ejemplo, detrás de las protestas, de los levantamientos y de todas las complejidades de la sociedad colombiana, hay una gran insatisfacción social sobre cómo ha sido liderado su país. Con un proceso de paz fracasado, con sus guerrilleros aún vivos, en Colombia las guerras entre bastidores han sido una constante. Además, no podemos dejar de considerar que así como Venezuela puede sufrir determinadas agresiones en su frontera, también puede organizar con los grupos terroristas y guerrilleros que se refugian en su territorio determinados movimientos sociales para desestabilizar Colombia.

Cuba se ha convertido en la pieza insufrible e intratable del tablero. Y no lo es por su éxito militar, económico ni social, áreas en las que claramente son deficitarios, sino por todo lo que histórica e ideológicamente ha representado en el continente americano. Castro no solamente pasará a la historia por su éxito revolucionario, sino que lo hará por su tremenda agilidad política. En 1994 no solamente consiguió desarmar la manifestación que se organizó en su contra, sino que además en ese momento a todos los cubanos que no estuvieran contentos con el resultado y con su vida en la Cuba revolucionaria les dijo que se podían marchar de la isla nadando o bien caminando sobre las aguas. Finalmente, Castro fomentó el hábito de pensar en que parte de los equilibrios políticos en América siempre ha dependido –de una manera o de otra– de los golpes insurgentes o terroristas surgidos de una negociación siempre secreta y silente entre Cuba y Estados Unidos.

Los sueños de nuestros padres, al igual que los sueños de los que, por las calles de París, pidieron lo imposible para poder ser más realistas y que llevaban un uniforme de color verde olivo –mismo que provenía de Cuba– y representaban la esperanza de una América que nunca sucedió y que fracasó. Cuba fue un referente ideológico que hoy sólo se empata con el fracaso de la otra América representada por otro país pequeño. Un país donde la economía de mercado fue todo un éxito pero que después –como se vio hace no mucho tiempo– se vio opacada por un fracaso social y que es el caso de Chile.

El agotamiento de las ideologías, unidas al fracaso operativo de los distintos gobiernos, da un panorama donde –con excepción de las dictaduras– la gran pregunta que hay que hacer es, desde el punto de vista socioeconómico y político, ¿qué es lo que hará viable a las Américas? Es innegable que, pese a que la mayoría de los países de América lleva aproximadamente 30 años en la democracia representativa, ni ha conseguido los éxitos de la unión social necesaria para crear el progreso ni ha conseguido cambiar las estructuras sociales injustas. Unas estructuras que –crisis con crisis– siguen engordando la estadística de habitantes por debajo del umbral de la pobreza. El fracaso de las administraciones, pero, sobre todo, la falta de inteligencia por parte de los pueblos para escribir el acuerdo social que les permita tener paz y desarrollo son las claves que –en mi opinión– explican el porqué del estallido y del incendio presente y latente del que hoy estamos siendo testigos en la América que no habla inglés.

Lo que actualmente necesitamos es un referente económico que esté basado no en el fracaso social, sino en el éxito del reparto equitativo económico, mismo que sea la base de la creación de nuevas y mejores oportunidades. Pero, sobre todas las cosas, necesitamos actualizar los conceptos de la libertad política y de la democracia representativa para poder seguir adelante con un futuro que, hoy por hoy, puede estar sepultado o escondido en las declaraciones de lo que nos gustaría que pasara pero que no está sucediendo. Y es que, aunque votemos y tengamos formalmente libertades, el déficit social de América es tan grande que lo convierte en una aventura peligrosa, que está estallando en muchos sitios y que no se sabe cuándo terminará.

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