Antonio Cuellar

La tragedia, el desbordamiento de la ilegalidad

Tlahuelilpan es el resultado de muchas décadas de incomprensión generalizada de los límites de la legalidad, y de la deslegitimación reiterada de la fuerza del Estado para hacer cumplir el derecho.

El presidente de la República afirma que, a pesar del dolor y del sufrimiento que a todos nos provoca la terrible experiencia del viernes pasado, en Tlahuelilpan, Hidalgo, será una enseñanza para el pueblo. Los libros nos demuestran, sin embargo, que la historia se repite, y que el pueblo, muchas veces, olvida.

Cualquiera podría suponer que tras el holocausto de la Segunda Guerra Mundial, una tragedia humana de similar magnitud no podría repetirse. El resurgimiento de grupos neonazis y el triunfo electoral de partidos radicales europeos ligados a ellos, contradicen la teoría.

La verdad de las cosas es que la enseñanza que proviene de los acontecimientos históricos perdura a lo largo de algunas decenas de años, pero después se olvida. La única forma de que los sentimientos nacionales perduren es a través del uso de una fuerza promotora que se encargue de impregnar las vivencias sociales en las nuevas generaciones; de refrescarla constantemente para evitar su desaparición. Esa podría ser la explicación, por ejemplo, del arraigado respeto del pueblo norteamericano por su libertad de expresión, forjada a través de los siglos y ratificada tras generaciones.

La dolorosa muerte de, hasta hoy, casi un centenar de personas, con motivo de un jubiloso acto de rapiña, por la fuga a borbotones de combustible transportado a través de un ducto de Pemex, no es el fruto de un acto vandálico, ni de un acto de irresponsabilidad gubernamental, porque en el estado actual de nuestra historia no resulta reprochable a la ciudadanía el haberse abalanzado para recoger un bien escaso que se derramaba sin control, como tampoco al gobierno haber dejado de actuar para contener a la gente más allá de sus posibilidades. Ningún agente encargado de hacer valer el orden puede dejar de tomar en cuenta los linchamientos impunes que han habido en las comunidades, precisamente en contra de la policía.

El desafortunado fenómeno del viernes pasado es el resultado de muchas décadas de incomprensión generalizada de los límites de la legalidad, y de la deslegitimación reiterada de la fuerza del Estado para hacer cumplir el derecho. Se trata de una conducta social provocada, una reacción a una larga historia de manipulación, equivocada y perversa, sobre la noción de libertad y la válida intervención armada del gobierno para evitar un conflicto o la afectación al interés público. Las redes sociales han catapultado esos mecanismos de manipulación nacional.

Así como a lo largo de los siglos, el pueblo de los Estados Unidos de América ha sido enseñado a respetar y proteger un derecho humano a la libertad de expresión sobre el cual han construido la sólida base de su democracia, en México hemos sido conducidos a pensar, año con año a lo largo de los últimos cincuenta, que nuestra libertad es absoluta y se superpone a la fuerza del Estado. Desde el trágico suceso del 2 de octubre de 1968, se ha mostrado a las fuerzas del orden como un claro enemigo de la ciudadanía, al grado más extremo de proponer y materializar su desaparición, como recién acaba de suceder en la Ciudad de México mediante la extinción del cuerpo de granaderos. El movimiento del 68 sobrevive e interactúa en nuestra sociedad desde entonces, con sus aciertos y sus errores.

La justa y útil necesidad de aceptar a la coercitividad de la ley como modo de convivencia, y del Estado como su vigilante perpetuo, ha venido minándose a lo largo del tiempo mediante la implementación de políticas de tolerancia, en las que el gobierno deja de actuar para dar paso abierto a conductas ilegales o hasta ilícitas -como lo es el comercio de bienes o servicios prohibidos en la vía pública-; o en el peor de los casos, mediante la implementación de programas para remediar las violaciones a la ley, a manera de incentivos para nulificar sus efectos, como son los programas de apoyo a deudores y sujetos incumplidos de las obligaciones que a su cargo imponen las normas.

La visión paternalista desde la cual se ha visto a los menos favorecidos a lo largo del tiempo, a todos aquellos que no han alcanzado niveles satisfactorios de bienestar en el seno de los distintos sistemas económicos liberales impuestos en las últimas décadas, ha provocado un fenómeno de antieducación en el que se premian valores equivocados y muchas veces, inclusive, se castiga o hace difícil la vida para quienes deciden emprender el camino de la legalidad.

La tragedia que en esta ocasión nos embarga, no debe utilizarse como un instrumento más para hacer propaganda política de ninguna especie. Como en muchos otros accidentes ocurridos a lo largo del tiempo, desde San Juanico, la Guardería ABC, hasta el Colegio Enrique Rébsamen y muchas tragedias que se acumulan en los pasajes de la historia de México, lo sucedido en Hidalgo no fue voluntad ni deseo de autoridad o funcionario alguno.

La experiencia vivida constituye una oportunidad para asumir con responsabilidad el deber que la historia impone a esta administración, a la que se llegará a juzgar como aquella que sucumbió ante el reclamo contra la impunidad, tras haber omitido proteger la vida de un centenar de mexicanos conducidos a delinquir por un móvil incomprensible de euforia colectiva, o la que entendió la necesidad de transformar el discurso y la retórica habitual, para imponer el orden y el cumplimiento de la ley como único camino viable para vivir en armonía y procurar el desarrollo de México.

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