Antonio Cuellar

La marcha que dividió a México

La semana pasada se desató una ola de violencia asociada a una marcha ciudadana que, por primera vez, no tiene frente a sí a un sujeto obligado; no se dirigió al Gobierno.

El Presidente es muy hábil para imponer etiquetas e inventar motes. Lo demuestra todas las mañanas y una buena parte de la ciudadanía, consciente o inconscientemente, lo sigue. Fifís, chairos, neoliberales, conservadores, adversarios y muchos otros más, por mencionar algunos, son vocablos que se escuchan en Palacio Nacional, y en muchas sobremesas del país, aún existiendo el propósito abierto de no hacer eco.

En el proceso de ganar popularidad, ha construido una retórica alarmantemente explosiva y peligrosamente divisoria. No es un problema del que den cuenta los medios de comunicación; es una temperatura que se mide diariamente entre la ciudadanía y a través de las redes sociales. Hashtags de respaldo o descalificación del gobierno, ocupan las tendencias todos los días.

A pesar del impulso natural del Presidente para generar encono y antagonismo, el país se ha mantenido más o menos unido. México siempre reacciona bien ante la desgracia, y pese a la clara amenaza de desunión, ha sido quizá la adversidad de la pandemia lo que provoca el florecimiento de los mejores sentimientos de solidaridad nacional.

Es verdad que existe un movimiento o deseo permanente de distintos conglomerados del país, de marchar por las calles; encuentran en su derecho de asociación la vía legítima para reclamar los desatinos de gobierno en contra de la Federación, los Estados, la ciudad de México o los distintos municipios del país. En el caso de la capital, es uno de los fenómenos que diariamente provocan descalabros a la movilidad.

Ha habido marchas destacadas, como las que han reclamado justicia para el género femenino, o desde luego, también, las que claman justicia a favor de todo el universo de víctimas del crimen a lo largo y ancho de todo el territorio. Especialmente las primeras, se caracterizaron por el alto nivel de destrozo provocado a la Avenida, Monumentos y Comercios localizados sobre el Paseo de la Reforma, y así hasta la Plaza de la Constitución.

Normalmente, las marchas se organizan para reclamar a un sujeto público, a un servidor del gobierno cuyo sueldo proviene de la contribución que la ciudadanía cubre puntualmente en los términos que establece a ley, el cumplimiento de las obligaciones que la ley impone al cargo en el que hubiera sido designado. Es el mandato popular.

Algunas veces, la marcha se enfoca en un reclamo social de carácter más abstracto, como el reconocimiento de las comunidades LGBT o la vigencia del derecho a la interrupción del embarazo, que se dirigen a la representación nacional encargada de encontrar soluciones pacíficas a los problemas cotidianos del país, por medio de ordenamientos generales que expide el Congreso.

Aún en los casos de las marchas más agresivas, como las que conmemoran el aniversario del 2 de octubre o aquellas que se oponen a la concreción de reformas legislativas –como las organizadas por los trabajadores de la educación o los cuerpos que otrora integraban el cuerpo de la Policía Federal, el interlocutor del reclamo siempre es un órgano de gobierno, a través de alguna de las dependencias que lo conforman.

La semana pasada se desató una ola de violencia asociada a una marcha ciudadana que, por primera vez, no tiene frente a sí a un sujeto obligado; no se dirigió al Gobierno.

Se trata de una marcha abierta de división nacional, que encuentra como destinatario y antagonista a otro segmento de la población. Se trata de un fenómeno idéntico al que vivió Alemania al final de los años treinta del siglo pasado, con el terrible desenlace que hoy constituye la página más oscura de la historia universal.

Es la primera vez que el rencor acumulado por un grupúsculo que se dice pertenecer a una clase social, cualquiera que esta sea, se unifica para encontrar, en su lucha y como contraparte, a otro segmento de la sociedad del que, contrariamente, sí se dan señas y características: personas de tez blanca y de clase acomodada. Esas fueron las inscripciones que los vándalos dejaron impunemente impresas en puertas y ventanas de Polanco.

El fenómeno es gravísimo, porque conduce inevitablemente a un choque social que puede ser el fin de México, del país que pacíficamente superó la revolución de 1917 y que empezó a sentar bases para un desarrollo alrededor del trabajo y la colaboración nacional. Es el final abrupto de la idea de solidaridad que el propio gobierno pregonó el mes pasado, con motivo del descarrilamiento de la economía por la epidemia de COVID.

Cualquier gobierno democráticamente electo, capaz y entendido de la función de unificación que tiene encomendada, haría imperar la coercitividad de la ley para contener un llamado que, por donde quiera que se llegue a ver, es maligno, es falso y es devastador para el país.

La situación más grave que presenciamos, es que el Presidente ya ha hablado, y ha decidido cobijar a los manifestantes, ha respaldado la violencia. Apoyado en un mal entendimiento de lo que es el derecho humano a la asociación y a lo que debe de ser el propósito de toda marcha de reclamación contra el mal gobierno, ha decidido claudicar al uso de la fuerza pública. Este gobierno no pretende imponer límite alguno a la manifestación social, o, como fue visto, a las luchas y la barbarie en contra de la sociedad misma.

Jalisco apuntó la semana pasada a que, el mismo fenómeno vandálico, ocurrido en Guadalajara, obedecía a la intervención de Morena, que con el objeto de aprovechar la capacidad electoral de la plaza en el proceso electoral del 2021, quiere provocar un clima de inestabilidad en la entidad.

Existiendo ese perverso móvil en Jalisco, ¿cuál es entonces el propósito de desestabilizar a la capital, si es el mismo Morena el que lo gobierna? Siendo ostensible que se trata de un mismo diseño anarquista, todo pareciera que la elucubración de que el gobierno buscaría un proceso de desestabilización nacional, como vía para imponer la "cuarta transformación", podría ser un motivo suficiente, subyacente, para impulsar al vandalismo como método alternativo de gobierno.

De ser cierto este escenario y confirmarse la desaparición de la vía institucional para remediar los efectos de la violación a los derechos esenciales de seguridad para la ciudadanía, como lo ha confirmado el propio Titular del Ejecutivo, estamos en la antesala, no sólo de un verdadero Estado fallido, sino de un grave proceso de descomposición del pacto de civilidad y paz nacional. Nunca he tenido un deseo más sincero de estar muy equivocado.

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