Antonio Cuellar

El costo de haber sido oposición

Tenemos un punto de quiebre en el que habremos de presenciar si esta administración aprende a gobernar o acaba por sucumbir en su propia torpeza.

Debemos decirlo con contundencia: no es verdad que la decisión de liberar a Ovidio Guzmán hubiera sido humanista y que persiguiera evitar una derrama de sangre. La liberación fue la decisión tomada contra las cuerdas, fallida, que se debió adoptar por el gobierno como resultado de un enredo en el que el propio gobierno se metió, por falta de previsión y de estrategia a la hora de emprender acciones en contra del líder del Cártel de Sinaloa y por necesidad provocada, ante una escalada de violencia que jamás pensaron que pudiera ocurrir. La administración de López Obrador quedó acorralada por una organización criminal que, en ese momento, superaba visiblemente la organización y a la fuerza bélica del Estado.

Nadie puede negar que la decisión que tomó el presidente, en el momento en que debió adoptarse, era sumamente difícil y cuestionable. De haber adoptado la resolución de perseverar en la detención del líder de la organización, el evento habría acabado con una sangría con proporciones difíciles de imaginar. Sin embargo, ¿quién dio la orden para que la Guardia Nacional emprendiera una acción tan relevante con tan poca preparación? La responsabilidad del error original, la responsabilidad que atañe a la falta de estrategia y previsión, es del presidente de la República antes que de nadie más, y por más que se desplace en el cuadrilátero, los jueces que deciden quién es vencedor, el pueblo, vieron con toda claridad cómo Andrés Manuel López Obrador bajó la guardia en el momento equivocado. Culiacán fue un error que le costó la vida a ocho militares y el principal responsable de ello es el presidente de México.

Nuestro país ha vivido a lo largo de los últimos 15 años un proceso de descomposición muy severo, que tiene como principal enemigo a la delincuencia organizada. Ésta es causa y efecto del proceso de estancamiento económico y de descomposición del tejido social que nos aqueja, porque por un lado, es un factor para que no exista inversión productiva de la que depende la generación de empleo, pero por el otro, porque sus filas se nutren de jóvenes que no encuentran en la economía formal un modo de vida digno que les permita apreciar un horizonte medianamente seguro. La violencia es el origen y la consecuencia de este ciclo mortal que nos puede mantener atrapados a lo largo de décadas a menos que se atienda el problema con la firmeza que se necesita.

Un sujeto que a lo largo de los años ha sido un factor decisivo para que la lucha en contra de la delincuencia organizada no pueda llevarse a cabo de manera efectiva, se llama Andrés Manuel López Obrador. Si hay alguien que desde el sexenio de Felipe Calderón Hinojosa, y después, en el de Enrique Peña Nieto, tuviera una voz, un argumento y un reclamo incesante en contra de cuanta estrategia pretendió llevarse a cabo, y una crítica persistente que acusaba de ser violatoria de los derechos humanos cuanta equivocación pudiera haberse cometido en la lucha contra la criminalidad, fue el actual presidente de la República, entonces candidato institucional de la izquierda.

Hoy que tiene la responsabilidad de hacer frente al fenómeno, nos damos cuenta y se hace evidente que con su estrategia de abrazos y de guácalas, no puede; la república amorosa no le va a funcionar. De insistir en ella, va a llevar a México al precipicio, y los indicadores económicos lo vienen demostrando a pasos agigantados.

Culiacán acontece, desafortunadamente, en una de las peores semanas que ha tenido el año –después de Aguililla e Iguala–, y se agrega además a todo un cúmulo de manifestaciones que han evidenciado la falta de entendimiento del papel que debe jugar el gobierno tratándose del mantenimiento del orden y la paz pública –ante los destrozos del 26 de septiembre con motivo de la remembranza de Ayotzinapa, los escudos humanos del 2 de octubre y los plantones que tuvieron secuestrada a la capital del país por un grupúsculo de taxistas inconformes–. El presidente se niega a gobernar.

Desde 1968 nuestro país sobrevive un estigma que persigue a su clase gobernante de manera irremediable, el de la simbiosis que los movimientos estudiantiles que hoy nos gobiernan crearon y que supone siempre que el ejercicio de la fuerza pública entraña un ineludible abuso de autoridad. Todas las generaciones que hemos existido desde entonces suponemos que el uso del tolete conlleva ineludiblemente a una violación a los derechos humanos de la ciudadanía.

Esa falsa premisa, esa equivocada manera de entender la coercitividad del derecho, impide divisar el justo lindero dentro del que se pueden ejercer los derechos de libertad que la Constitución y los Convenios Internacionales reconocen a favor del gobernado, o la frontera a partir de la cual el gobierno está legitimado para actuar y remediar las violaciones a la ley y el quebrantamiento grave de la paz pública (como lo vivimos la semana pasada), a cualquier costo que su intervención lleve aparejado.

Tenemos ante nosotros un punto de quiebre en el que habremos de presenciar si esta administración aprende a gobernar y supera los obstáculos que desde la misma oposición se empeñó en construir, o acaba por sucumbir en su propia torpeza e imponer las consecuencias de la inacción, que en descrédito propio y de manera más grave que sus antecesores, implicará la institucionalización del narcoterrorismo, como Culiacán. El gobierno puede entender que en el cuadrilátero se deben de dar golpes, o insistir en pretender hacer sombras y caer en la pelea por knockout.

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