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Lo que he visto en Lesbos me da vergüenza y me indigna

Este es el testimonio de Caroline Willemen, quien trabajó en esa isla griega como coordinadora de Médicos Sin Fronteras durante un año.

Regresé de Lesbos hace dos semanas. Pasé allí un año como coordinadora de las actividades de Médicos Sin Fronteras (MSF). Posteriormente estuve de nuevo, esta vez como voluntaria, en las costas del norte de la isla donde se producen la mayoría de las llegadas.

Como coordinadora de MSF, pero también como ciudadana europea, lo que he visto en Lesbos me entristece, me da vergüenza, pero sobre todo, me irrita. Me enfurece porque estamos luchando no contra el resultado de un desastre natural ni de una epidemia, sino para tratar de responder a las consecuencias de una elección consciente de los líderes europeos de dejar que las personas vivan en estas circunstancias.

Como trabajadores humanitarios y voluntarios, estamos cansados y desesperados.

Tratamos a niños con infecciones respiratorias y los enviamos de vuelta a vivir en una tienda de campaña; asistimos a supervivientes de tortura con trastorno por estrés postraumático y los mandamos de nuevo a un contenedor que comparten con 15 extraños; ayudamos a mujeres embarazadas y sabemos que esa mujer y su bebé vivirán en una tienda de campaña solo tres días después de dar a luz. Estamos ante algo que nunca hemos hecho y ante lo que nos quedamos sin palabras, sin saber qué decir a padres y madres desesperados o adolescentes asustados. Estamos a su lado, pero como enfermeros, traductores, psicólogos o médicos no podemos cambiar las verdaderas razones de la desesperación de esta gente.

Me impresionó mucho el trabajo de los voluntarios en las costas del norte de Lesbos, pero también me sorprendió que fueran estas asociaciones quienes tenían que proporcionar los servicios más básicos mientras que los responsables optaban por mirar hacia otro lado. Jóvenes voluntarios me contaron las pesadillas que tuvieron después de lo que presenciaron en Lesbos.

Lo mismo ocurre con los habitantes de la isla. Son muchos los que todavía dedican esfuerzos en proporcionar algo de humanidad a las personas que buscan seguridad en el lugar. Hacen un trabajo excepcional, pero ¿cómo puede dejarse recaer esta responsabilidad sobre las espaldas de los vecinos de Lesbos y de los voluntarios?

Son muchos los refugiados, migrantes y solicitantes de asilo que vienen a mi mente cuando recuerdo la isla.

Pienso en los innumerables padres y madres y en las decisiones imposibles que tienen que tomar; en esas familias que traen a sus hijos a nuestra clínica porque temen que puedan enfermar más y que se avergüenzan de decir que su hijo no se ha duchado en mucho tiempo; en aquellos que creen que una infección de la piel es menos grave que el riesgo de no poder calentar a su crío tras una ducha con agua fría. Me pregunto cómo se sentirán al tener que contemplar estas opciones.

Recuerdo a un joven superviviente de tortura con graves problemas de salud mental, ferviente a su Biblia y a una pequeña mochila, visiblemente asustado. No dijo una palabra, pero surgió de la nada para darme un pequeño y vacilante abrazo. Me pregunto con quién hablaba por la noche cuando me sentía sola o asustada.

También pienso en una madre iraní con dos hijas adolescentes para quienes busqué unos calcetines secos, pantalones y ropa interior. Insistieron en que no necesitaban un jersey, que usarían los suyos. Me pregunto si por las noches pasan frío en la tienda, si no se estarán arrepintiendo ahora y deberían haberse llevado el suéter extra ese día tras bajarse de un bote a las 4 de la mañana.

Por supuesto, Lesbos también es un lugar en el que eres testigo de la resistencia extrema de las personas, personas que encuentran formas de cuidarse a sí mismas y a los demás, pero que tienen todo en su contra. Pienso en mis compañeros, en mis colegas, muchos de ellos refugiados, y me pregunto cómo continúan encontrando la energía para ofrecer pequeños pedazos de esperanza a la gente de Moria.

Estoy indignada porque lo que vemos no es nuevo, ha estado sucediendo durante años y va empeorando. Estoy enojada porque la Unión Europea de la que aprendí en la escuela, construida sobre los derechos humanos y la solidaridad, no existe en las islas griegas. Cuando pienso en Lesbos, pienso en los líderes de la UE que saben perfectamente lo que está sucediendo, pero que han elegido no proporcionar la protección más elemental a personas que buscan seguridad. Y me pregunto cómo pueden dormir.

Esta nota es de MSF y se publica bajo una alianza editorial con El Financiero para difundir el trabajo de la institución.

Médicos Sin Fronteras fue fundada en Francia en 1971 por un grupo de médicos y periodistas. Ganaron el Premio Nobel de la Paz en 1999 por su labor humanitaria en varios continentes. MSF tiene operaciones en más de 70 países, entre ellos México, donde la oficina se estableció en 2008.

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